de explicarse el porqué su excelencia era de cal y canto para con ellas.
Parece que á D. José Luis no le disgustaba el licorcillo aquel que en tan mal predicamento puso al padre Noé, y las despechadas mujeres dieron de reponte en decir: ¡Qué caso nos ha do hacer ese baboso borrachín! ¡Como no somos limetas de aguardiente!.... ¡Qué buen mozo tan mal empleado!
Vean ustedes cuán cierto es que las hijas de Eva hacen y deshacen reputaciones. El austero, el moralísimo y, si ustedes me permiten la palabra, el bonachón de D. José Luis de Orbegoso pasará á la historia con el calificativo de mono bravo. ¿Y por qué? Por haber hecho ascos á femeniles carantoñas.
La lógica de Cupido es fatal. «El que no ama á las bellas es porque ama á las botellas.»
II
Cura de Concepción, en la provincia de Jauja, era por aquellos años el Sr. Pasquel, dignísimo sacerdote que, andando los tiempos, ocupó alta jerarquía eclesiástica. Cierto que no tuvo en el cerebro mucho de lo de Salomón; pero era un celoso pastor de almas, fiel cumplidor de sus deberes y de moralidad tan acrisolada que jamás pecó contra el sexto mandamiento.
Al pasar Orbegoso por Concepción alojóse en casa del cura, que había sido su amigo de la infancia y con quien se trataba tú por tú. El señor Pasquel echó el resto, como se dice, para agasajar á su condiscípulo el presidente y comitiva.
Entre los acompañantes de su excelencia había algunos militares del cuño antiguo que sazonaban la palabra con abundancia de ajos y cebollas, lo que traía alarmudo al pulero cura de Concepción, temeroso de que se contagiasen sus feligreses y saliesen á roso y belloso escupiendo interjecciones crudas.
Una noche en que platicaba íntimamente con Orbegoso, agotado ya el tema de las reminiscencias infantiles, habló el Sr. Pasquel de lo conve niente que sería dictar ordenanzas penando severamente á los militares que echasen un terno. Kióse su excelencia de las pulibundas alarmas del buen párroco, y díjole: —Mira, curita, así como á ustedes no se les puede prohibir que digan la misa en latín, lengua que ni el sacristán les entiendo, tampoco se puede negar al soldado el privilegio de hablar gordo. Muchas batallas se ganan por un taco redondo echado á tiempo; y para quitarte escrúpulos, te em-