Era el padre Fajardo un guipuzcoano de gran energía de carácter y extremado en sus pasiones. No amaba ni aborrecía á medias, sino por entero.
Enfermóse de gravedad, y el físico del convento dispuso que se le administrase. Con tal motivo prior y provincial acordaron hacerle una visita en su celda y reconciliarse con él, fiados en que también el moribundo, listo como estaba para el supremo trance, echaría pelillos al agua y les daría un abrazo de perdón y despedida.
Llegaron los visitantes, sentáronse frente al lecho del enfermo, hablúse de generalidades, y al tratarse de la dolencia que aquejaba al padre Fajardo, dijo éste: —Padre provincial, si su paternidad no pone óbice, desearía que me otorgara licencia para emprender un viaje.
—Concedida, hermano, concedida.
—Si no fuere abusar de su bondad, padre provincial, también le suplicaría me acordase por compañeros de viaje á los dos religiosos que yo elija.
Suponiendo siempre el provincial que se trataba de un viaje de convalecencia en alguno de los pueblecitos vecinos á la ciudad, le contestó: —Con mucho gusto. Eso y inás que su paternidad desee, délo por otorgado.
Y quedaron en silencio por algunos minutos, hasta que el prior, movido por la curiosidad, se aventuró á preguntar: —¿Y adónde es el viaje y quiénes son los compañeros?
Entonces el enfermo, incorporándose sobre las almohadas, dijo con voz terrorífica: —Padres! Mi viaje es mañana para la eternidad, y los dos religiosos que han de acompañarme son vuesas paternidades. Tenemos los tres cuentas que arreglar ante el supremo tribunal de Dios.
Yo no habría hecho de este suceso tema para una tradición, si el formal y verídico cronista en cuyo libro la he leído no añadiera: «;Juicios misteriosos de Dios! Los tres murieron en plazo menor de treinta días. »