XIII
ÓRDENES PARA EL INFIERNO
Nada más frecuente que tropezar por esas calles con un amigo que, tras la empuñada de manos y obligadas frases de saludo, nos dice: —Chico, órdenes para París.
—Feliz viaje, grata residencia por allá, que escribas en llegando, y pronto regreso. ¡Abur!
Pero lo que a nadie se le pasa por las nientes es que haya habido prójimo capaz de pedir órdenes para el infierno; y esto precisamente es lo que, comprobado con el testimonio de un cronista de convento, antójaseme hoy sacar á plaza.
D. Olegario Fernández era por los años de 1720 un honrado andaluz, vecino del Cuzco. Tesonero para el trabajo y ajeno á vicios, acosábale tan aviesa fortuna que, no embargante vivir echando el quilo de ocho á seis, maldito si medrar conseguía con la presteza que él deseara.
Pisto á pisto y gastando paciencia y fuerzas, llegó al cabo de años á ver juntos cinco mil duros. Creyendo con ellos asegurada su vejez, resolvió abandonar el Perú y trasladarse á España, con la firme decisión de dar descanso á sus huesos en el rincón de Andalucía donde naciera.
D. Olegario vió las dificultades que se le ofrecían para transportar hasta Lima y de allí á la metrópoli zurrones con moneda, y decidió comprar dos barras de plata.
Era la época en que los receptores del Cuzco, después de cobrada la contribución, acostumbraban remitir á Lima, convertido en barras, el sudor de los pobres indios contribuyentes. La remesa se hacía á lomo de mula tucumana y con crecida escolta de soldados.
El andaluz quiso aprovechar de la oportunidad, y entre las cuarenta mulas conductoras de barras marcadas con la R, inicial que indicaba ser ellas propiedad del real tesoro, iba la cargada con las dos barritas de Fernández.
Púsose la comitiva en viaje, y éste durante muchos días fue comple tamente próspero.
Una mañana dispusiéronse los conductores á pasar el peligroso puente del Apurimac, que á la sazón traía gran caudal de agua. El puente es de los conocidos con el nombre de colgantes y formado por palos y mimbres entretejidos.