berlo visto á caballo y oídolo gritar sin descanso: Mata! Mata! ¡Mata!» Llamado el marqués á declarar, dijo que era cierto que se había encontrado en medio del barullo; pero que, lejos de echar leña á la hoguera, no había hecho más que llamar á su mayordomo para ordonarle que aquictase los ánimos.
—Mala manera de aquietar—arguyó el juez—empleaba su señoría gritando mata! ¡mata!
—Es claro, señor juez, yo llamaba á mi mayorlomo.
ñoría?
Para mi santiguada! ¿No es Juan Pastrana el mayordomo de su se—Exacto, señor juez, exacto. Juan de Mata Pastrana....., un buen mu chacho por mi fe!..... y lo mismo da para mí llamarlo por su apellido que por cualquiera de los nombres. No es culpa mía que los negros hayan confundido con una orden lo que no era sino un llamamiento.
—lum! Hum!—murmuró el juez rascándose la punta de la nariz. Y volviéndose al escribano, le dijo: —¿Qué le parece á usted, D. Radegundo —Me parece..... me parece.....—contestó con voz gangosa el cartulario —que hay que poner auto de sobrescimiento, que el descargo que da mi Sr. D. Alonso es más que suficiente para que la justicia se dé por satis fecha.
Despidióse el acusado, dió la mano al juez y al cartulario, y es fama que, al estrechar la de éste, le dejó entre las uñas un cartuchito de peluconas.
Y no se volvió á hablar más de proceso.
Y los muertos fueron al hoyo, los heridos al hospital, y D. Alonso González del Valle, primer marqués de Campoameno, siguió en la hacienda sacando el quilo á los negros y echando más barriga que fraile con manejo de rentas conventuales.