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Página:Tradiciones peruanas - Tomo III (1894).pdf/267

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Ricardo Palma

Por fin, el 9 de abril de 1548 se empeñó la batalla de Saxsahuamán.

Pizarro, temiendo que la impetuosidad de Carbajal le fuese funesta, díó el segundo lugar al infame Cepeda, resignándose el maestro á pelear como simple soldado. Apenas rotos los fuegos, se pasaron al campo de Gasca el segundo jefe Cepeda y el capitán Garcilaso de la Vega, padre del historiador. La traición fué contagiosa, y el licenciado Gasca, sin más armas que su breviario y su consejo de capellanes, conquistó en Saxsahuamán laureles baratos y sin sangre. No fueron el valor ni la ciencia militar, sino la ingratitud y la felonía, los que vencieron al generoso hermano del marqués Pizarro.

Cuando vió Carbajal la traidora deserción de sus compañeros, puso una pierna sobre el arzón, y empezó á cantar el villancico que tan popular se ha hecho después: «Los mis cabellicos, maire, uno á uno se los llevó el aire.

¡Ay pobrecicos los mis cabellicos!» Caído el caballo que montaba, se halló el maestre rodeado de enemi gos resueltos á darle muerte; mas lo salvó la oportuna intervención de Centeno. Algunos historiadores dicen que el prisionero le preguntó: —¿Quién es vuesa merced que tanta gracia me hace?

—¿No me conoce vuesa merced?—contestó el otro con afabilidad.—Soy Diego Centeno.

Por mi santo patrón!—replicó el veterano, aludiendo á la retirada de Charcas y á la batalla de Huarina,—como siempre vi á vuesa merced de espaldas, no le conocí viéndole la cara.

Gonzalo Pizarro y Francisco de Carbajal fueron inmediatamente juzgados y puestos en capilla. Sobre el gobernador, en su condición de caballero, recayó la pena de decapitación. El maestre, que era plebeyo, debía ser arrastrado y descuartizado. Al leerle la sentencia contestó: «Basta con matarme. » Acercósele entonces un capitán, al que en una ocasión quiso D. Francisco hacer ahorcar por sospecharlo traidor: —Aunque vuesa merced pretendió hacerme finado, holgarime hoy con servirle en lo que ofrecérsele pudiera.

Cuando le quise ahorcar podía hacerlo, y si no lo ahorqué fué porque nunca gusté de matar hombros tan ruines.

Un soldado que había sido asistente del maestre, pero que se había pasado al enemigo, le dijo llorando: