Un día, por el mes de diciembre del antedicho año de 1675, cundió en Lima espantosa alarma. No había otra conversación en casas y calles, sino la novedad de que habían aparecido piratas en la costa. Empezóse por hablar de una flotilla de cinco naves; pero al caer de la tarde ya eran treinta los buques corsarios, con diez mil hombres de desembarque y doscientas bocas de fuego. Dábanse pormenores minuciosos, y referíanse á cartas que, prolijamente averiguando, nadie había recibido. Quién contaba que los enemigos se habían presentado frente á Paita, y quién juraba saber de buena tinta que merodeaban por Arica. En fin, la bola era un Ilimani ú otro nevado gigantesco.
Item. Todo titere so había convertido en gran capitán y forjaba su plan de combate, infalible para hacer pedir pita al enemigo; que, antaño como hogaño, los hombres de mi tierra pecamos por el lado de las pretensiones. Difícilmente, salvo que sea zapatero, encontraréis un peruano que se atreva á dar opinión sobre si el zurcido de una bota está bien ú mal hecho; pero tratándose de gobernar el país, de dirigir y ganar batallas ó de arreglar la hacienda pública, no hay hombre molondro, que con sólo haber uno nacido en el Perú, ya es omnisciente y puede pronunciar fallos más inapelables quo los de la Corte Suprema. Regla sin excepción.
Mientras más ignorante sea un prójimo en ciencias políticas y administrativas, tanto más competente es para hablar sobre ellas y hasta para scr ministro; así como, para echarse á periodista, lo esencial es no saber granática ni proponerse aprenderla.
Entretanto, el gobierno estaba en Babia; y así se cuidaba de los piratas como de las babuchas de Mahoma. El virrey se reía de la alarma de los candorosos limeños y les pedía que se tranquilizasen, pues el abun daba en motivos para asegurar que no había tales piratas ni pintados en la costa.
Viendo la pachorra de su excelencia y que no dictaba medida alguna para la defensa del territorio, tomó la muruuración proporciones alarmantes; y no se convirtió en motin ó meeting, quo allá so va todo, porque en eso siglo de obscurantismo no se había aún inventado la palabrita con que hoy sacamos de sus casillas, haciéndolos disparar y tirar piedras, hasta á los gobernantes más flemáticos.
Pasaba el tiempo, y cada día una nueva y colosal bola venía á llenar de susto á la gente pacata y á jabonar la paciencia del mandatario, que no era hombre de los que creen en duendes ni en correo de brujas. Al cabo, la excitación popular le puso, como se dice, puñal al pecho, y tuvo su excelencia que contestar á una diputación de cabildantes: —Pues la ciudad lo exige, vamos como D. Quijote á batallar con los molinos de viento y á gastar el oro y el moro en preparativos de defensa;