suítas) debió ser indigesto; pero viejos que lo saborearon, acompañado con bizcochuelos de Huancayo, me sostuvieron que sus paternidades lo gastaban del Cuzco, con canela y vainilla, cacao legítimo, sano y nutritivo. Ergo, dije para mí, si era pesado no sería porque los estómagos levantaran contra él acta plebiscitaria ó de protesta. Hay, pues, que buscar la pesadez por otro camino, amén de que muy pulcro orador era don Santiago Távara (ya se me escapó el nombre!) para haberse tomado la franqueza de llamar indigesto á quien ceñía faja ministerial.
Tampoco debí suponer que un caballero de tan exquisita cortesanía como el ilustre diputado, hubiera querido decir que su señoría era hombre torpe, machaca ó fastidioso, lo que habría sido antiparlamentario y grosero, y dado motivo justo para que el agraviado le rompiese por lo menos la trompetilla.
Gracias al asenderendo oficio de tradicionista, he logrado á la postre aprender que cuando á un hombre le dicen en sus bigotes: «Es usted más pesado que el chocolate de los jesuítas,» tiene éste la obligación de sonreir y dar las gracias; porque, en puridad de verdad, lejos de insultarlo le han dirigido un piropo, algo alambicado es cierto, pero que no por eso deja de ser una zalamería.
Según mi leal saber y entender, saco en limpio que el Sr. Távara quiso decir que el ministro era hombre de mucha trastienda, de hábiles recursos, de originales expedientes, de inteligencia nada común.
Y para que ustedes se convenzan, ahí va la tradición que difiere en poco de lo que cuenta el duque de Saint—Simón en sus curiosas Memorias.
II
Parece que allá por los años de 1765, el superior de los jesuítas de Lima andaba un tanto escamado con las noticias que, galeón tras galeón, le llegaban de España sobre la influencia que en el ánimo de Carlos
III
iba ganando el ministro conde de Aranda. Sospechaba también, y no sin fundamento, que entre ol virrey del Perú D. Manuel de Amat y Juniet y el antedicho secretario manteníase larga y constante correspondencia en que la Compañía de Jesús tenía obligado capítulo.
Sea de ello lo que fuere, lo positivo es que de repente dieron los jesuítas en echarla de obsequiosos, y consiguieron del virrey permiso para enviar de regalo á España, y sin pago de derechos aduaneros, cajoncitos conteniendo bollos de riquísimo chocolate del Cuzco, muy apreciado, y con justicia, por los delicados paladares de la aristocracia madrileña. No zarpaba del Callao navío con rumbo á Cádiz que no fuese conductor de chocolate para su majestad, para los príncipes de la sangre y para el úlToчо III