III
No porque las Cortes de Cádiz extinguieran en 1813 el tribunal de la Inquisición, desaparecieron de lea las brujas. Pruebas al canto.
Hasta hace poco vivía mama Justa, negra repugnantísima, encubridora de robos y rufiana muy diestra en preparar filtros amorosos, alfiletear muñecos y (¡Dios nos libre!) atar la agujeta. Mala hasta vieja la zangarilleja. Contra su sucesora ña Manonga Lévano no hubo más acusación formal de brujeria que la de varias vecinas que juraron, por la Hostia consagrada, haberla visto volar convertida en lechuza.
La Lévano ejercia el oficio de comadrona. Llegaba á casa de la parturienta, ponía sobre la cabeza de ésta un ancho sombrero de paja, que ella decía haber pertenecido al arzobispo Perlempimpim, y antes de cinco minutos venía al mundo un retoño. No hubo tradición de que el sombrero mágico marrase.
Ña Dominguila la del Socorro vive aún, y todo Ica la llama bruja, sin que ella lo tome á enojo. Es una anciana, encorvada ya por los años, y que es el coco de los muchachos porque usa una especie de turbante en la cabeza. En el huertecito de su casa hay un arbolillo, que fué plantado por el padre Guatemala, el cual da unas florecitas color de oro, las que, según ña Dominguita, se desprenden el dia de Cuasimodo; florecitas que poseen virtudes prodigiosas. Pué educada en el beaterio del Socorro, fundado en el siglo anterior por el dominico fray Manuel Cordoro, cuyo retrato se conserva tras de la puerta de la capilla. Ña Dominguita olia todo lo que huele a progreso, y augura que el ferro-carril ha de traer mil desventuras á Ica. La víspera de la batalla de Saraja no sólo pronosticó el éxito, que para eso no necesitaba ser bruja, sino que designó por sus nombres á los iqueños que habían de morir en ella. Sus palabras son siempre de doble sentido, y admira su ingenio para salir de atrenzos.
D. Jerónimo Illescas, vecino y natural de Ica, blanco, obeso y decidor, era lo que se entiende por un brujo aristocrático. Sabía echar las cartas. como una francesa embaucadora. Ño Chombo Llescas, como lo llamaba el pueblo, tenía, hasta hace pocos años que murió, pulpería en la esquina de San Francisco, y vendía exquisitas salchichas confeccionadas por Tiburcio, negro borrachín á quien D. Jerónimo ocupaba en la cocina. El tal Tiburcio era también un tipo, pues había encontrado manera para disculpar su constante embriaguez.
—¡Negro! ¿Por qué estás borracho?—preguntábale algún caballero del lugar.