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Página:Tradiciones peruanas - Tomo III (1894).pdf/382

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Tradiciones peruanas

verencias en que haya aquí algo permanente y que les recuerde mi nombre, haré que el arquitecto labre sobre el pórtico una concavidad en forma de concha marina.

Y el lector que convencerse quisiera, enderece sus pasos á la sacristía de los agustinos, y admirará una curiosidad artística.

El conde de la Vega tragó por el momento saliva en la fiesta de 1801, y para humillar á los frailes, tratándolos como patrón, decidió hacer uso de un derecho consignado en las actas de fundación y en la real cédula sprobatoria del patronato.

Á las siete de la noche del Jueves Santo de 1802, hora en que todo Lima se congregaba en San Agustín alrededor del paso de la Cena, entró en el templo el señor conde de la Vega del Ren. Procedíanlo cuatro negros, vestidos con la librea de su casa solariega, llevando gruesos cirios en las manos.

Arremolinado el pueblo, le abría calle y lo miraba pasar por la nave central de la iglesia con arrogantísimo aire, que por entonces era su sefloría muy gallardo mozo, aunque con dientes grandes y torcidos colmillos.

La multitud estaba estupefacta, como quien presencia algo de maravilloso ó inusitado. Y lo cierto es que aquella estupefacción del pueblo tenía su razón de ser.

El noble conde de la Vega del Ren, luciendo el manto de los caballe ros de Santiago, espada al cinto, calzadas espuelas de oro y sombrero puesto, avanzó hasta las gradillas del monumento, se descubrió, se puso de rodillas, rézó ó no rezó una estación, volvió á cubrirse, y salió del templo con la misma altivez, haciendo resonar las baldosas con el roce de las espuelas.

Los agustinos estaban que escupian sangre, y su orgulloso provincial fray Manuel Terón se mordía de cólera las uñas.

Toda protesta era absurda. El señor conde había estado en su perfecto derecho para entrar en el templo con sombrero puesto y espuelas calzadas.

Esta escena, que fué el tópico de general conversación entre la nobleza de Lima y motivo de escándalo para el devoto pueblo, llegó á oídos de la santa doña Catalina, fundadora del beaterio, que no pudo menos de exclamar muy compungida: —¡ú es hereje ó está loco!

—Ni bereje ni loco, tía—la contestó el conde, que entraba á la sazón en la sala de la ilustre anciana.

Y la explicó lo sucedido, y la obligó á ponerse las gafas y á leer la real cédula en que el monarca español y su Consejo de Indias le acordaban la