tancias atenuantes ni influencias de faldas ó bragas. Y en esta su intransigencia y en el terror que llegó á inspirar fincaba el señor alcalde su vanidad.
Habitaba su señoría en la casa fronteriza á la iglesia de San Agustín, y hallábase una noche, á hora de las nueve, leyendo un proceso, cuando oyó voces que elamaban socorro. Cogió D. Alfonso sombrero, capa y espada, y seguido de dos alguaciles echóse á la calle, donde encontró agonizante á un joven de aristocrática familia, muy conocido por lo penden ciero de su genio y por el escándalo de sus aventuras galantes.
Junto al moribundo estaba un pobre diablo, que vestía hábito de lego agustino, con un puñal ensangrentado en la mano.
Era éste un indiecillo de raquítica figura, capaz por lo feo de dar susto á una noche obscura, al que todo Lima conocía por el hermano Cominito.
Era el lego generalmente querido por lo servicial y afectuoso de su cacarácter, así como por su reputación de hombre moral y devoto. El repartía al pueblo los panecillos de San Nicolás, y por esta causa gozaba de más popularidad que el gobierno.
Incapaz, por la mansedumbre de su espíritu, de matar una rata, regresaba al convento después de cumplir una comisión del padre provincial, cuando acudió en auxilio del herido, y creyendo salvarlo le quitó el puñal del pecho, acto caritativo con el que apresuró su triste fin.
Viéndolo así armado, nuestro alcalde le dijo: —Ah, pícaro asesino! Date á la justicia La intimación asustó de tal modo al hermano Cominito que, poniendo pies en polvorosa, se entró en la portería del convento. Siguióle el alcalde, echando ternos, y dióle alcance en el corredor del primer claustro.
Alborotáronse los frailes que, encariñados por Cominito, sacaron á lucir un arsenal de argumentos y latines en defensa de su lego y de la inmunidad del asilo claustral; pero Arias de Segura no entendía de algórgoras, y Cominito fué á dormir en la cárcel de corte, escoltado por una jauría de alguaciles, gente de buenos puños y de malas entrañas.
Al día siguiente principió á formarse causa. Las apariencias condenaban al preso. Se lo había encontrado puñal en mano junto al difunto y emprendido la fuga, como hacen los delincuentes, al prosentársele la justicia. Cominito negó, poniendo por testigos á Dios y sus santos, toda par ticipación en el crimen; pero en aquellos tiempos la justicia disponía de un recurso con cuya aplicación resultaba criminal de cuenta cualquier papamoscas. Después de un cuarto de rueda que le hizo crujir los huesos, se declaró Cominito convicto y confeso de un delito que, como sabemos, no soñó en cometer. La tortura es argumento al que pocos tienen coraje para resistir.
Queda, pues, sobrentendido que el terrible alcalde á quien bastaba