que pisan mayor peldaño en la escala social se han perdido por el maldito frou—frou de la seda, y sería pedir copo y condadura pensar que la consorte del zapatero saliese avante, sin compromoter su honra y la ajena.
Para colmo de desdicha, el discípulo de San Crispin traía en el alma el comején de los celos; pucs Casilda, que así se llamaba su conjunta, andaba en guiños y tratos subversivos con Antuco Quiñones, que era, como quien dice, el mocito del barrio coco de viejas y quebradero de cabeza de mozas easquilucias. Para decirlo de una vez, Casilda era de la misma pasta de cierta chica melómana y vivaracha que cantaba: «Tengo el dúo de la Vormu, tengo il alma innamorata, y espero tener en forma el final de la Traviata. » El tenducho ocupado por Perico constaba de dos cuartos, sirviendo el uno de alcoba conyugal, y el que comunicaba con la calle contenía las hormas, tirapié, mesita de trabajo y demás menesteres del oficio, amén de un gallo, cusilí ó malatobo, sujeto á estaca en un rincón. En aquel siglo no había zapatero sin gallo.
Todo el lujo del infeliz era un busto del Niño Jesús, primorosamonte tallado, al que obsequiaba cada día con una mariposilla de aceite.
El zapatero hacía á la linda efigie confidente de sus cuitas domésticas; y una tarde en que, por ganar un doblón de oro, se comprometió con un caballero á ir hasta Huanta, conduciendo unos pliegos de urgenela, antes de emprender el viaje se acercó al Niño Jesús y le dijo: —Mira, chiquitin cachigordete. A ti te encargo que cuides mi honra y i casa; y si me das mala cuenta, peleamos y te perniquiebro. Conque así, mucho ojo, niñito, y hasta la vuelta, que será mañana.
En seguida proveyúse de coes y cigarros corbutones, despidiúse de Casilda, recomendándola mucho que durante su ausencia no dojase pasar pantalones por el quicio de la tienda, ni puslese ella pie fuera del umbral; y pian piano, en el rucio del seráfico San Francisco hizo en seis horas las siete leguas de camino que hay o Huauanga á Huanta, entregó los pliegos y le dieron recibo, y sin perder minuto, después de echar un remiendo al estómago, empezó á desandar lo andado.
Eran las nueve de la mañana cuando el zapatero llegó á su casa, y quedose como una estantigua al ver la puerta cerrada. Casilda era madrugadora y, por lo tanto, no podía presumir el marido que las sábanas se le hubiesen pegado al cuerpo. Golpeó Perico, redobló el estrépito y.....
¡nada!... aquella condenada puerta no se abría.