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Página:Tradiciones peruanas - Tomo III (1894).pdf/73

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Ricardo Palma

Apoyadas en la balustrada que servía de barra al monumento, encon tráronse á las tres de la tarde nuestras dos heroínas. Empezaron por medirse de arriba abajo y esgrimir los ojos como si fuesen puñales buldos. Luego, & guisa de guerrillas, cambiaron toses y sonrisas despreciativas, y adelantando la escaramuza, se pusieron á cuchichear con sus dueñas.

Doña Francisca se resolvió á comprometer batalla en toda la línea, y simulando hablar con su dueña dijo en voz alta: —No pueden negar las catiris (rubias) que descienden de Judas, y por eso son tan traicioneras.

Doña Catalina no quiso dejar sin respuesta el cañonazo, y contestó: —Ni las cholas que penden de los sayones judíos, y por eso tienen la cara tan ahumada como el alma, —Calle la coja zaramullo, que ninguna señora se rebaja á hablar con ella—replicó doña Francisca.

¡Zapateta! ¿Coja dijiste? Téngame Dios de su manol La nerviosa viudita dejó caer la mantilla, y uñas en ristre se lanzó sobre su rival. Ésta resistió con serenidad la furiosa embestida, y abrazándose con doña Catalina la hizo perder el equilibrio y besar el suelo. En seguida se descalzó el diminuto chapin, levantó las enaguas de la caída poniendo á expectsción pública los promontorios occidentales, y la plantó tres soberbios zapatazos, diciéndola —Toma, cochina, para que aprendas á respetar á quien es más persona que tú Todo aquello pasó, como se dice, en un abrir y cerrar de ojos, con gran escándalo y gritería de la multitud reunida en el templo. Arremoli náronse las mujeres y hubo más cacareo que en corral de gallinas. Las amigas de las contendientes lograron con mil esfuerzos separarlas y llevarse á doña Catalina.

No hubo lágritoas ni soponcios, sino injuria y más injuria; lo que me prueba que las hembras de Chuquisaca tienen bien puestos los menudillos.

Mientras tanto, los varones acudían á informarse del suceso, y en el atrio de la iglesia se dividieron en grupos. Los partidarios de la rubia estaban en mayoría.

Doña Francisca, temiendo de éstos un ultraje, no se atrevía á salir de la iglesia hasta que á las ocho de la noche vino su marido con el corregidor D. Rafael Ortiz de Sotomayor, caballero de la orden de Malta, y una jauría de ministriles para escoltarla hasta su casa.

Aproximábanse á la plaza Mayor, cuando el choque de espadas y la algazara de una pendencia entre los amigos de la rubia y de la morena