Arequipa. Sus armas de familia eran castillo de plata, en campo de gules, y por bordura nueve cabezas de moros en campo de oro.
Su ilustrisima esperó que estuviese lista para hacerse á la mar, con rumbo á Indias, la flota de veinte buques que mandaba el almirante don Pablo Contreras, y embarcóse en una de las naves. Á los dos ó tres días de navegación, una tempestad furio sa sumergió en el Océano siete de los bajeles, siendo el prime ro en hundirse aquel en que iba el obispo. Entre los pasajeros que salvaron, cuéntase al conde de Santisteban, que venía para Lima á desempeñar el cargo de virrey.
Llegó la noticia al Perú por cartas y gacetas, con abundancia de pormenores comunicados por los tripulantes de las otras naves, que habían sido Don Fray Juan de Almoguera séptimo arzobispo de Lima testigos de la catástrofe. Según ellos, hasta las ratas se habían ahogado, fortuna que no tuvo el Perú en 1540, año en que vinieron de España los pericotes embarcados en uno de los tres buques que, con gran carga de bacalao truchuela y otros comestibles, despachó para el Callao el obispo de Palencia D. Gutierre de Vargas.
Congregóse el Cabildo de Arequipa, y resolvió que desde el día siguiente hiciese la Iglesia aquellas manifestaciones de duelo que son de práctica en los casos de vindedad, Súpolo la madre Monteagudo, y llamando al locutorio á canónigos y cabildantes, les dijo: —Harán bien vuesas mercedes aplazando por tres meses los honores fúnebres que han dispuesto. Así evitarán el dessire de mandar repicar por el mismo por quien hoy quieren doblar. No diga la malicia que han deseado la muerte del pastor, no aguardando á saberla circunstanciadamente.
Los cabildantes la contestaron que gacetas y cartas no podían mentir sobre hechos que autorizaban con su testimonio centenares de marinos y pasajeros.
—Pues yo digo—repuso con exaltación la monja—que, aunque es cierto que xoxobró el bajel, dió tiempo para que su ilustrísima salvase en la