Fué D. Antonio Solar aquel rico encomendero á quien quiso hacer ahorcar el virrey Blasco Núñez de Vela, atribuyéndole ser autor de un pasquín, en que aludiéndose á la misión reformadora que su excelencia traía, se escribió sobre la pared del tambo de Barranca: Al que me echare de mi casa y hacienda, yo lo echure del mundo.
Y pues he empleado la voz encomendero, no estará fuera de lugar que consigne el origen de ella. En los títulos ó documentos en que á cada conquistador se asignaban terrenos, poníase la siguiente cláusula: «Item, se os encomiendan (aquí el número) indios para que los doctrinéis en las cosas de nuestra santa fe. »
Junto con las yuntas llegáronle semillas ó plantas de melón, nísperos, granadas, cidras, limones, manzanas, albaricoques, membrillos, guindas, cerezas, almendras, nueces y otras frutas de Castilla no conocidas por los naturales del país, que tal hartazgo se darían con ellas, cuando á no pocos les ocasionaron la muerte. Más de un siglo después, bajo el gobierno del virrey duque de la Palata, so publicó un bando que los curas leían á sus feligreses después de la misa dominical, prohibiendo á los indios comer pepinos, fruta llamada por sus fatales efectos mutaserrano.
Llegó la época en que el melonar de Barranca diese su primera cosecha, y aquí empieza nuestro cuento.
El mayordomo escogió diez de los melones mejores, acondicionólos en un par de cajones, y los puso en hombros de dos indios mitayos, dándoles una carta para el patrón.
Habían avanzado los conductores algunas leguas, y sentáronse á descansar junto á una tapia. Como era natural, el perfume de la fruta despertó la curiosidad en los mitayos, y se entabló en sus ánimos ruda batalla entre el apetito y el temor.
—¿Sabes, hermano—dijo al fin uno de ellos en su dialecto indígena,— que he dado con la manera de que podamos comer sin que se descubra el caso? Escondamos la carta detrás de la tapia, que no viéndonos ella comer no podrá denunciarnos.
La sencilla ignorancia de los indios atribuía á la escritura un prestigio diabólico y maravilloso. Creían, no que las letras eran signos convencionales, sino espíritus, que no sólo funcionaban como mensajeros, sino también como atalayas ó espías.
La opinión debió parecer acertada al otro mitayo; pues sin decir palabra, puso la carta tras de la tapia, colocando una piedra encima, y hecha esta operación se echaron á devorar, que no á comer, la incitante y agradable fruta.
Cerca ya de Lima, el segundo mitayo se dió una palmada en la frente, diciendo: