UNA EXCOMUNIÓN FAMOSA
I
Tiempos de fanatismo religioso fueron sin duda aquellos en que, por su majestad D. Felipe II gobernaba estos reinos del Perú D. Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y montero mayor del rey. Y no lo digo por la abundancia de fundaciones, ni por la suntuosidad de las fiestas, ni porque los ricos dejasen sus fortunas á los conventos, empobreciendo con ello á sus legítimos herederos, ni porque, como lo pensaban los conquistadores, todo crimen é inmundicia que hubiera sobre la conciencia se lavaba dejando en el trance de morir un buen legado para misas, sino porque la Iglesia había dado en la flor de tomar cartas en todo y para todo, y por un quítame allá esas pajas le endilgaba al prójimo una excomunión mayor que lo volvía tarumba.
Sin embargo de que era frecuente el espectáculo de enlutar templos y apagar candelas, nuestros antepasados se impresionaban cada vez más con el tremendo aparato de las excomuniones. En algunas de mis leyendas tradicionales he tenido oportunidad de hablar más despacio sobre muchas de las que se fulminaron contra ladrones sacrilegos y contra alcaldes y gente de justicia que, para apoderarse de un delincuente, osaron violar la santidad del asilo en las iglesias. Pero todas ellas son chirinola y chá chara celeste, parangonadas con una de las que el primer arzobispo de Lima D. fray Jerónimo de Loayza lanzó en 1561. Verdad es que su señoría flustrisíma no anduvo nunca parco en esto de entredichos, censuras y de—