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Ricardo Palma

Decíamos que Paca traía al rotortero y desesperados á un enjambre de galanes. Sin dejar de ostentar esa festiva locuacidad ingénita al carácter andaluz, jamás otorgó una esperanza ni dió motivo para que se la tildase de coqueta. Que una mujer decante virtud porque no ha tenido ocasión de ponerla á prueba, es cosa que se encuentra al torcer cada esquina, y para nosotros es una virtud hechiza y de poca ley. La quo no esquiva cl peligro y sale de la lucha inmaculada es, perdónese nuestra opinión en gracia de la franqueza, la mujer de virtud real. Convengamos en que la de Paca era una virtud sólida, á prueba de oro y do ataques nerviosos, con lo cual está todo dicho.

Las preocupaciones sociales, por otra parte, en una época en que todavía estaban calientes las cenizas de la hoguera inquisitorial y cuando se creía que el cómico era un excomulgado indigno de sepultura eclesiástica, hacían de las mujeres consagradas al teatro corazones quebradizos como el barro y sin más religión que la vida sensual. Una mujer de teatro se miraba entonces como una alhaja á la que el capricho, la moda y la vanidad dan precio. Era plato de ricos como el pavo trufado y las costillas de conejo. Paca huyendo de ese gazofilacio de prostitución y vicio, junto al que el destino la colocara, se arrojaba todas las semanas á los pies do un sacerdote que, bastante ilustrarlo para no rechazarla, la fortificaba con sus consejos y la brindaba los consuelos del cristianismo. Y la esperanza le tendía sus brazos y el amor de la esposa al esposo salvaba su honra de la calumnia.

Tal era Paca la bailarina, ángel que en medio del locazal supo conservar la blancura de sus alas. Tal era la honesta mujer que abrió las puertas de su casa á la infeliz María, V Era el 2 de agosto de 1814 y el pueblo se dirigía en tropol á la Alamoda de los Descalzos (fundada en 1611), que no ostentaba el magnítico jardín enverjado ni las marmóreas estatuas que hoy la embellecen. Callos de sauces plantados sin simetría, algunos toscos bancos de adobes y una pila de bronco al costado del conventillo de Santa Liberata constituían la Alameda, que sin embargo de su pobreza, era el sitio más poético de Lima. Contémplanse desde él las pintorescas lomas de Amancaes; el empinado San Cristóbal, cuya forma hizo presumir que encerrase en su seno un volcán, y el pequeño cerro de las Ramas, donde contaban las buenas gentes que solía aparecorso el diablo, en cuya busca subió más de un crédulo desesperado. Y en el fondo de la Alameda, como invitando al espíritu á la contemplación religiosa, severo en la sencilla arquitectura