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Ricardo Palma

En la madrugada emprendió su viaje al Cuzco. Llegado á la ciudad de los incas, salió el mismo día á visitar un amigo, y al doblar una esquina, sintió una mano que se posaba sobre su hombro. Volvióse sorprendido D. Diego, y se encontró con su víctima de Potosí.

—No se asuste, señor licenciado. Veo que esas orejas se conservan en su sitio y huelgome de ello.

D. Diego se quedó petrificado.

Tres semanas después llegaba nuestro viajero á Guamanga, y acababa de tomar pesesión en la posada, cuando al anochecer llamaron á su puerta.

—¿Quién?—preguntó el golilla.

—¡Alabado sea el Santísimo!—contestó el de fuera.

—Por siempre alabado amén—y se dirigió D. Diego á abrir la puerta.

Ni el espectro do Banquo en los festines de Macbeth, ni la estatua del Comendador en la estancia del libertino D. Juan, produjeron más asombro que el que experimentó el alcalde, hallándose de improviso con el ffagelado de Potosí.

—Calma, señor licenciado. ¿Esas orejas no sufren deterioro? Pues entonces hasta más ver.

El terror y el remordimiento hicieron enmudecor á D. Diego.

Por fin, llegó á Lima, y en su primera salida encontró á nuestro hombre fantasma, que ya no le dirigía la palabra, pero que le lanzaba á las orejas una mirada elocuente. No había medio de esquivarlo. En el templo y en el paseo era el pegote de su sombra, su pesadilla eterna.

La zozobra de Esquivel era constante y el más leve ruido le hacia estremecer. Ni la riqueza, ni las consideraciones que, empezando por el virrey, le dispensaba la sociedad de Lima, ni los festines, nada, en fin, era bastante para calmar sus recclos. En su pupila se dibujaba siempre la imagen del tenaz perseguidor.

Y así llegó el aniversario de la escona de la cárcel.

Eran las diez de la noche, y D. Diego, seguro de que las puertas de su estancia estaban bien cerradas, arrellauado en un sillón de vaqueta, escribía su correspondencia á la luz de una lampara mortecina. De repente, un hombre se descolgó cautelosamente por una ventana del cuarto vecino, dos brazos nervudos sujetaron á Esquivel, una mordaza ahogó sus gritos y fuortes cuerdas ligaron su cuerpo al sillón.

El hidalgo de Potosí estaba delante, y un aguilo puñal relucía en sus manos.

—Señor alcalde mayor—le dijo,—hoy vence el año y vengo por mi honra.

Y con salvaje serenidad rebanó las orejas del infeliz licenciado.