El conde de Monterrey, cuya hija fué mujer del famoso conde—duque de Olivares, pasó del virreinato de Méjico al del Perú, y entró en Lima el 18 de noviembre de 1604. Su salud hallábase tan quebrantada que poco ó nada pudo atender al gobierno político del país; y pasaba las horas en que sus dolencias le permitían abandonar el lecho, visitando las iglesias y repartiendo en limosnas todas sus rentas. Su caridad lo condujo á pobreza tal, que habiendo fallecido en 16 de marzo de 1606, no dejó prenda que valiera algunos roñosos maravedises y fué sepultado, á costa de la Real Audiencia, en la iglesia de San Pedro, poniéndose en su lápida esta inscripción: Maluit mori quam fædari.
Las armas de la casa de Fonseca son cinco estrellas de gules en campo de oro; y las de los Acevedo, escudo cuartelado, primero y cuarto en oro con un acebo de sinople, segundo y tercero en plata con un lobo de sable, bordura de gules con ocho sautores en oro.
Los únicos sucesos notables de su época fueron la fundación del Tribunal de Cuentas y descubrimiento de la isla de Otahiti, y con él la certidumbre de que existía la parte del globo llamada Australia ú Oceanía.
Esta emprcsa marítima, que tuvo éxito desgraciado, fué muy protegida por el conde de Monterrey. Las naves se equiparon en el Callao, y el jefe de la flotilla fué el ilustrado y valeroso marino Quirós.
En este tiempo florecían en Lima Santo Toribio, San Francisco Solano y Santa Rosa, y el padre Ojeda, de la recoleta dominica, escribía los primeros versos de su inmortal poema La Cristiada. No es de extrañar, pues, que los milagros anduviesen bobos y á mantas.
For entonces—dice un cronista—sucedió aquel célebre milagro del Santo Cristo de la Columna, milagro que yo tengo de contar rápidamente y á mi manera.
Oía un confesor el desbalijo de culpas que le hacía un penitente, y tal rabo tendrían cilas que, escandalizado el buen sacerdote, le dijo en voz alta; —No te absuelvo.
—Absuelve á ese hombre que no te costó á ti lo que á mí—exclamó el Cristo extendiendo el dedo índice.
Y el milagro está, no en que hablara el Cristo, que sobre eso podría haber su más y su menos, sino en que el dedo no volvió á tomar la posición primitiva.
Pero no es este prodigio, que incidentalmente se me ha venido á la pluma, objeto de mi tradición, sino los que en otros capítulos verá el lcctor: prodigios á que no osaré asignar año determinado, pues los cronistas que he consultado, aunque uniformes en lo substancial de los hechos, no lo están en cuanto á las fechas.