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Tradiciones peruanas

quiosos amigos que lo arrastraron á esa existencia de disipación y locura constante. En Potosí se vivía hoy por hoy, y nadie se cuidaba del mañana.

Hallábase una noche nuestro capitán en uno de los más afamados garitos, cuando entró un joven y tomó asiento cerca de él. La fortuna no sonreía en esa ocasión á D. Cristóbal, que perdió hasta la última moneda que llevaba en la escarcela.

El desconocido, que no había arriesgado un real á la partida, parece que esperaba tal emergencia; pucs sin proferir una palabra le alargó su bolsa. Hallábase ésta bien provista, y entre las mallas relucía el oro.

—Gracias, caballero—dijo el capitán aceptando la bolsa y contando las cincuenta onzas que ella contenía.

Con este refuerzo se lanzó el furioso jugador tras el desquite; pero el hombre no estaba en vena, y cuando hubo perdido toda la suma, se volvió hacia el desconocido:

—Y ahora, señor caballero, pues tal merced me ha hecho, dígame, si es servido, donde está su posada para devolverle su generoso préstamo.

—Pasado mañana, al alba, espero al hidalgo en la plaza del Regocijo.

—Alli estaré—contestó el capitán, no sin sorprenderse por lo inconveniente de la hora fijada.

Y el desconocido se embozó la capa, y salió del garito sin estrechar la mano que D. Cristóbal le tendía.

IV

Hacía un frío siberiano capaz de entumecer al mismísimo rey del fuego, y los primeros rayos del sol doraban las crestas del empinado cerro, cuando D., Cristóbal, envuelto en su capa, llegó á la solitaria plaza del Regocijo, donde ya lo esperaba su acreedor.

—Huelgome de la exactitud, señor capitán.

—Jáctome de ser cumplido, siempre que se trata de pagar deudas.

—¿Y eslo también el Sr. D. Cristóbal para hacer honor á su palabra empeñada?—preguntó el desconocido dando á su acento el tono de impertinente ironía.

—Si otro que vuesamerced, á quien estoy obligado, se permitiese dudarlo, buena hoja llevo al cinto, que ella y no la lengua diera cabal respuesta.

—Pues ahórrese palabras el hidalgo sin hidalguía, y empuñe.

Y el desconocido desenvainó rápidamente su espada y dió con ella un planazo á D. Cristóbal antes de que éste hubiera alcanzado á ponerse en guardia. El capitán arremetió furioso á su adversario que paraba las esto-