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Ricardo Palma

pió un oficioso para darle esta nueva: «A tu mujer se la ha llevado Fulano.» €¡Pues buena plepa se lleva contestó el paciente, se volvió al otro lado del lecho y siguió roncando como un bendito.

V

El 8 de diciembre de 1658 era el cumpleaños de Consuelo, y por tal causa celebrábase en la casa del callejón de San Francisco un festín de familia en el que lucían la clásica empanada, la sopa teóloga con menudillos, la sabrosa carapulcra y el obligado pavo relleno, y para remojar la palabra, el turbulento motocachi y el retinto de Cataluña. Los banquetes de esos siglos eran de cosa sólida y que se pega al riñón, y no de puro soplillo y oropel, como los de los civilizados tiempos que alcanzamos. Verdad es que antaño era más frecuente morir de un hartazgo apopletico.

Por miedo al fantasma encapuchado, las casas de ese barrio se cerraban á tranca y cerrojo con el último rayo del crepúsculo vespertino. (;Tonterías humanas!) Las buenas gentes no sospechaban que las almas del otro mundo, on su condición de espíritus, tienen carta blanca para colarse, como un vientecillo, por el ojo de la llave.

Los amigos y deudos de Consuelo estaban en el salón con una copa más de las precisas en el cuerpo, cuando á la primera campanada de las nueve, sin que atinasen cómo ni por dónde había entrado, se apareció el encapuchado.

Que el espanto hizo á todos dar diente con diente, es cosa que de suyo se deja adivinar. Los hombres juzgaron oportuno eclipsarse, y las faldas no tuvieron otro recurso que el tan manoseado de cerrar los ojos y desmayarse, y ¡voto á brios baco balillo! que razón había harta para tamaña confusión. ¿Quién es el guapo que se atreve á resollar fuerte en presencia de una ánima del purgatorio?

Cuando pasada la primera impresión, regresaron algunos de los hombres y resucitaron las damas, vieron on medio del salón los cadáveres de Iñigo y de Consuelo. El encapuchado los había herido en el corazón con un puñal.

VI

D. Gutierre, después de haber lavado con sangre la mancha de su honor, se presentó preso anto el alcalde del crimen, y en el juicio probó la criminal conducta del traidor hermano y de la liviana esposa. La justicia lo sentenció a dar mil pesos de limosna al convento de la orden, por ha-