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Ricardo Palma

leer, para mejor estimar los conceptos, la orden que dejamos copiada, se levantó bruscamente y dijo al alguacil, que era un mozo listo como una avispa:

257 —¡Hola, Güerequeque! Que se preparen ahora mismo tus compañeros, que nos ha caído trabajo y de lo fino.

Mientras se concertaban los alguaciles, el alcalde paseaba por el comedor, completamente olvidado de que la sopa, el cocido y la ensalada esperaban que tuviese á bien hacerles los honores cotidianos. Como se ve, el bueno de D. Rodrigo no era víctima del pecado de gula; pues su comida se limitaba á sota, caballo y rey, sazonados con la salsa de San Bernardo.

—Ya me daba á mí un tufillo de que este D. Juan no camina tan derecho como Dios manda y al rey conviene. Verdad que hay en él un aire de tuno que no es para envidiado, y que no me entró nunca por el ojo derecho á pesar de sus zalamerías y dingolodangos. Y cuando el virrey que ha sido su amigote me intima que le eche la zarpa, ¡digo si habrá motivo sobrado! A cumplir, Rodrigo, y haz de ese caldo tajadas, que quien manda manda y su excelencia no gasta buenas pulgas. Adelante, que no hay más bronce que años once ni más lana que no saber que hay mañana.

Y plantándose capa y sombrero y empuñando la vara de alcalde, se echó á la calle, seguido de una chusma de corchetes, y enderezó á la esquina del Colegio Real.

Llegado á ella, comunicó órdenes á sus lebreles, que se esparcieron en distintas direcciones para tomar todas las avenidas é impedir que se escapase el reo, que á juzgar por los preliminares debía ser pájaro de cuenta.

D. Rodrigo, acompañado de cuatro alguaciles, penetró en una casa en la calle de San Ildefonso, que según el lujo y apariencias no podía dejar de ser habitada por persona de calidad.

D. Juan de Villegas era un vizcaíno que frisaba en los treinta y cinco años, y que llegó & Lima en 1674 nombrado para un empleo de sesenta duros al mes, renta asaz mezquina aun para el puchero de una mujer y cuatro hijos, que comían más que un cáncer en el estómago. De repente, y sin que le hubiese caído lotería ni heredado en América á tío millonarío, se le vió desplegar gran boato, dando pábulo y comidilla al chichisbeo de las comadres del barrio y demás gente cuya ocupación es averiguar vidas ajenas. Ratones arriba, que todo lo blanco no es harina.

D. Juan dormía esa tarde y sobre un sofá de la sala la obligada siesta de los españoles rancios, y despertó rodeado de esbirros á la intimación que le dirigió el alcalde.

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