Página:Tradiciones peruanas - Tomo I (1893).pdf/267

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página no ha sido corregida
261
Ricardo Palma

nuevo sistema que á tantos había alucinado; pero quedó memoria —bien risible, por cierto—del entusiasmo y fiestas con que fué acogido.

Su intransigencia con arraigados abusos le concitó poderosísimos enemigos, que gastaron su influjo todo y no economizaron expediente para desquiciar al virrey en el ánimo del soberano.

El 7 de julio de 1678, cuando tenía lugar en Lima una procesión de rogativa, á consecuencia de un terrible terremoto que en el mes anterior dejó á la ciudad casi en escombros, recibió el conde de Castellar una real orden de Carlos II, en que se le intimaba la inmediata entrega del mando al orgulloso y arbitrario arzobispo D. Melchor de Liñán y Cisneros. Este lo sujetó á un estrecho juicio de residencia, y durante él tuvo la mezquindad de mantenerlo, por cerca de dos años, desterrado en Paita.

Cuando en 1681 reemplazó el excelente duque de la Palata al arzobispo Cisneros, D. Baltasar de la Cueva, absuelto en el juicio, presentó su Relación de mando, fechada en el pueblecillo de Surco, inmediato á Chorrillos, que es una de las más notables entre las Memorias que conocemos de los virreyes.

El conde de Castellar trajo al Perú gran fortuna, cuya mayor parte portenecía á la dote de su esposa, dama española que se hizo querer mucho en Lima por su caridad para con los pobres y por los valiosos donativos con que favoreció á las iglesias. De él se decía que entró rico al mando y salió casi pobra.

Las armas del de la Cueva eran: escudo cortinado; el primero y segundo cuartel en oro con un bastón de gules; el tercero en plata y un dragón ó grifo de sinople en actitud de salir de una cueva; bordura de plata con ocho aspas de oro.

En 1682, Carlos II, en desagravio del desaire que tan injustamente le infiriera, lo nombró consejero de Indias; desempeñando este cargo falleció D. Baltasar en España tres ó cuatro años después.

III

El conde de Castellar acostumbraba todas las tardes dar un passo á pie por la ciudad, acompañado de su secretario y de uno de los capitanes de servicio; pero antes de regresar á palacio, y cuando las campanas tocaban el Angelus, entraba al templo de Santo Domingo para rezar devotamente un rosario.

Era la noche del 10 de febrero de 1678.

Su excelencia se encontraba arrodillado en el escabel que un lego del convento tenía cuidado de alistarle frente al altar de la Virgen. A pocos