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Tradiciones peruanas

cualquiera, pues el real no se me antoja ponerlo en letras de molde,habíala éste, al morir, nombrado tutora de sus dos hijos, de los cuales el mayor contaba á la sazón cinco años. La fortuna del conde era lo que se dice señora fortuna, y consistía, amén de la casa solariega y valiosas propiedades urbanas, en dos magníficas haciendas situadas en uno de los fertilísimos valles próximos á esta ciudad de los royes. Y perdóname, lector, que altere nombres y que no determine el lugar de la acción; pues al hacerlo, te pondría los puntos sobre las íes, y acaso tu malicia te baría sin muchos tropezones señalar con el dedo á los descendientes de la condesa de Puntos Suspensivos, como hemos convenido en llamar á la inte resante viuda. En materia de guardar un secreto, soy canciller del sello de la puridad.

Luego que pasaron los primeros meses de luto y que hubo llenado fórmulas de etiqueta social, abandonó Verónica la casa de Lima y fué con baules y petacas á establecerse en una de las haciendas. Para que el lector se forme concepto de la importancia del feudo rústico, nos bastará consignar que el número de esclavos llegaba á mil doscientos.

Había entre ellos un robusto y agraciado mulato, de veinticuatro años, á quien el difunto conde había sacado de pila y, en su calidad de ahijado, tratado siempre con especial cariño y distinción. A la edad de trece años, Pantaleón, que tal era su nombre, fué traído á Lima por el padrino, quien lo dedicó á aprender el empirismo rutinero que en esos tiempos se llamaba ciencia médica y de que tan cabal idea nos ha legado el Quevedo limeño Juan de Caviedes en su graciosísimo Diente del Parnaso. Quizá Pantaleón, pues fué contemporáneo de Caviodes, es uno de los tipos que campean en el libro de nuestro original y cáustico poeta.

Cuando el conde consideró que su ahijado sabía ya lo suficiente para enmendarle una receta al mismo Hipócrates, lo volvió á la hacienda con el empleo do médico y boticario, asignándole cuarto fuera del galpón habitado por los demás esclavos, autorizándolo para vestir decentemente y á la moda, y permitiéndole que ocupara asiento en la mesa donde comían el mayordomo ó administrador, gallego burdo como un alcornoque; el primer caporal, que era otro ídem fundido en el misino molde, y el capellán, rechoncho fraile mercedario y con más cerviguillo que un berrendo de Bujama. Estos, aunque no sin murmurar por lo bajo, tuvieron que aceptar por comensal al flamante dotor: y en breve, ya fuese por la utilidad de servicios que éste les prestara librándolos en más de un atracón, ó porque se les hizo simpático por la agudeza de su ingenio y distinción de modales, ello es que capellán, mayordomo y caporal no podían pasar sin la sociedad del esclavo, á quien trataban como intimno amigo y de igual á igual.

Por entonces llegó mi señora la condesa á establecerse en la hacienda,