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Tradiciones peruanas

on padecer de distracciones cuando abría su libro de horas; y el médicoboticario se preocupó con la mocita, á extremo tal que, en cierta ocasión, administró á uno de sus enfermos jalapa en vez de goma arábiga, y en un tumbo de dado estuvo que lo despachase sin postillón al país de las calaveras.

Alguien ha dicho (y por si nadie ha pensado en decir tal paparrucha, diréla yo) que un rival tiene ojos de telescopio para descubrir, no digo un cometa crinito, sino una pulga en el cielo de sus amores. Así se explica que el capellán no tardase en comprender y adquirir pruebas de que entre Pantaleón y Gertrudis existía lo que, en politica, llamaba uno de nuestros prohombres connivencias criminales. El despechado rival pensó entonces en vengarse, y fué á la condesa con el chisme, alegando hipócritamente que era un escándalo y un faltamiento á tan honrada casa que dos esclavos anduviesen entrenidos en picardihuelas que la moral y la religión condenan. ¡Bobería! No se fundieron campanas para asustarse del repique.

Probable es que si el mercedario hubiera podido sospechar que Veró nica había hecho de su esclavo algo más que un médico, se habría abstenido de acusarlo. La condesa tuvo la bastante fuerza de voluntad para dominarse, dió las gracias al capellán por el cristiano aviso, y dijo sencillamente que ella sabría poner orden en su casa.

Retirado el fraile, Verónica se encerró en su dormitorio para dar expansión á la tormenta que se desarrollaba en su alma. Ella, que se había dignado descender del pedestal de su orgullo y preocupaciones para levantar hasta su altura á un miserable esclavo, no podía perdonar al que traidoramente la engañaba.

Una hora después, Verónica, afectando serenidad de espíritu, se dirigió al trapiche é hizo llamar al médico. Pantaleón se presentó en el acto, creyendo que se trataba de asistir algún enfermo. La condesa, con el tono severo de un juez, lo interrogó sobre las relaciones que mantenía con Gertrudis, y exasperada por la tenaz negativa del amante, ordenó á los negros que atanlolo á una argolla de hierro, lo flagelasen cruelmente.

Después de media hora de suplicio, Pantaleón estaba casi exánime. La condesa hizo suspender el castigo y volvió á interrogarlo. La víctima no retrocedió en su negativa; y más írritada que antes, la condesa lo amenazó con hacerlo arrojar en una paila de miel hirviendo.

La energía del infortunado Pantaleón no se desmintió ante la feroz amenaza, y abandonando el aire respetuoso con que hasta ese instante había contestado á las preguntas de su ama, dijo:

—Hazlo, Verónica, y dentro de un año, tal día como hoy, á las cinco de la tarde, te cito ante el tribunal de Dios.