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Tradiciones peruanas

profesaba paternal afecto, se propuso en Lima casarlo de su mano, por ver si resultaba verdad aquello de «estado muda costumbres. » Evangelina Zamora, amén de su juventud y belleza, tenía prendas que la hacían el partido más codiciable de la ciudad de los reyes. Su bisabuelo había sido, después de Jerónimo de Aliaga, del alcalde Ribera, de Martín de Alcántara y de Diego Maldonado el Rico, uno de los conquistadores más favorecidos por Pizarro con repartimientos en el valle del Rimac. El emperador le acordó el uso de Don, y algunos años después los valiosos presentes que enviaba á la corona le alcanzaron la merced de un hábito de Santiago. Con un siglo á cuestas, rico y ennoblecido, pensó nuestro conquistador que no tenía ya misión sobre este valle de lágrimas, y en 1604 lió ci petate, legando al mayorazgo en propiedades rús ticas y urbanas un caudal que se estimó entonces en un quinto de millón.

El abuelo y el padre de Evangelina acrecieron la herencia; y la joven se halló huérfana á la edad de veinte años, bajo el amparo de un tutor y envidiada por su inmensa riqueza.

Entre la modesta hija del conde de la Monclova y la opulenta limeña se estableció en breve la más cordial amistad. Evangelina tuvo así motivo para encontrarse frecuentemente en palacio en sociedad con el capitán de gentileshombres, que á fuer de galante no desperdició coyuntura para hacer su corte á la doncella; la que al fin, sin confesar la inclinación amorosa que el hidalgo extremeño había sabido hacer brotar en su pecho, escuchó con secreta complaconcia la propuesta de matrimonio con don Fernando. intermediario era el virrey nada menos, y una joven bien adoctrinada no podía inferir desaire á tan encumbrado padrino.

Durante los cinco primeros años de matrimonio, el capitán Vergara olvidó su antigua vida de disipación. Su esposa y sus hijos constituían toda su felicidad: ora, digámoslo así, un marido ejemplar.

Pero un día fatal hizo el diablo que D. Fornando acompañase á su mujer á una fiesta de familia, y que en ella hubiera una sala, donde no sólo se jugaba la clásica malilla abarrotada, sino que alrededor de una mesa con tapete verde se hallaban congregados muchos devotos de los cubículos. La pasión del juego estaba sólo adormecida en el alma del capitán, y no es extraño que á la vista de los dados se despertase con mayor fuerza. Jugó, y con tan aviesa fortuna, que perdió en esa noche veinte mil pesos.

Desde esa hora, el esposo modelo cambió por completo su manera do ser, y volvió a la febricitante existencia del jugador. Mostrándosele la suerte cada día más rebelde, tuvo que mermar la hacienda de su mujer y de sus hijos para hacer frente a las pérdidas, y lanzarse en ese abismo sin fondo que se llama el desquite.