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Tradiciones peruanas

ción, vió pasar un hombre cuyo rostro casi iba cubierto por las anchas alas de un chambergo. Pocos pasos había éste avanzado, cuando el pulpero echó á gritar desaforadamente:

—¡Vecinos! ¡Vecinos! ¡Ahí va el ladrón del Sagrario!

Como por arte de encantamiento se abrieron puertas, y la calle se vio en un minuto cubierta de gente. El ladrón emprendió la carrera; mas una mujer le acertó con una pedrada en las piernas, á la vez que un carpintero de la vecindad le arrimaba un trancazo contundente. Cayó sobre él la turba, y acaso habría tenido lugar un gutierricidio ó acto de justicia popular, como llamamos nosotros los republicanos prácticos á ciertas barbaridades, si el escribano Nicolás de Figueroa y Juan de Gadea, boticario del hospital de la Caridad, sujetos que gozaban de predicamento en el pueblo, no lo hubieran impedido, diciendo: «Si ustedes matan á este hombre, nos quedaremos sin saber dónde tiene escondido á Nuestro Amo. » A este tiempo asomó una patrulla y dió con el criminal en la cárcel de corte.

Allí declaró que su sacrílego robo no le había producido más que cuatro reales, en que vendió la crucecita de oro que coronaba el copón; y que, horrorizado de su crimen y asustado por la persecución, había escondido la píxide en el altar de la sacristía de San Francisco, donde en efecto se encontró.

En cuanto á las sagradas formas, confesó que las había enterrado, envueltas en un papel, al pie de un árbol en la Alameda de los Descalzos.

En la mañana del 2 de febrero hízose entrar al reo en una calesa, con las cortinillas corridas, y con gran séquito de oidores, canónigos, cabildantes y pueblo so le condujo á la Alameda. La turbación de Fernando era tanta, que le fué imposible determinar á punto fijo el árbol, y ya comenzaba el cortejo á desesperar, cuando un negrito de ocho años de edad, llamado Tomás Moya, dijo: «Bajo este naranjo vi el otro día á ese hom bre, y me tiró de piedras para que no me impusiera de lo que hacía.» Las divinas formas fueron encontradas, y al negrito, que era esclavo, se le recompensó pagando el Cabildo cuatrocientos pesos por su libertad.

Describir la alegría de la población, los repiques, luminarias y fiestas religiosas y profanas, es tarea superior á nuestras fuerzas. Publicaciones hay de esa época, como la Imagen política, de Peralta, á las que remitimos al lector cuya curiosidad sea muy exigente.

El virrey obispo, en solemne procesión, condujo las hostias á la Catedral. Se quitó el velo morado que cubría el altar mayor, y desaparecieron de las torres é iglesias los crespones que las enlutaban.

La hierba y tierra próximas al naranjo fueron puestas en fuentes de