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Ricardo Palma

cuán triste papel cupo desempeñar al conde de Superunda. Como teniente general, presidió el consejo le guerra reunido para decidir la rendición ó resistencia de las plazas amenazadas; mas ya fuese que el aliento de Manso se hubiese gastado con los años, como lo supone el marqués de Obando, ó porque en realidad creyese imposible resistir, arrastró la decisión del consejo á celebrar una capitulación, en virtud de la que un navío inglés condujo á Manso y sus compañeros al puerto de Cádiz.

Del juicio á que en el acto se les sujetó resultaba que la capitulación fué cobarde é ignominiosos los artículos consignados en ella, y que el conde de Superunda, causa principal del desastre, merecía ser condenado á la pérdida de honores y empleos, con la añadidura, nada satisfactoria, de dos años de encierro en la fortaleza de Monjuich.

D. José Manso, hombre de caridad ejemplar, no sacó por cierto una fortuna de su dilatado gobierno en el Perú. Cuéntase que habiéndole un día pedido limosna un porslinsero, le dió la empuñadura de su espada, que era de maciza plata, y notorios son los beneficios que prodigó á la multitul de familias que sufrieron las consecuencias del horrible terremoto que arruinú á Lima en 1746. Por ende al salir de la prisión de Monjuich se encontró el de Superunda tan falto de recursos como el más desarrapado mendigo.

VII

DONDE AUMENTA EN BRILLO LA ESTRELLA DE SU ILUSTRÍSIMA Empezaba la primavera del año de 1770, cuando pascando una tarde por la Vega el arzobispo de Granarla, encontró un ejército de chiquillos que con infantil travesura retozaban por las calles de árboles. La simpatia que los viejos experimentan por los niños nos la explicamos recor dan lo que la ancianidad y la infancia, «el ataud y la cuna,» están muy cerea de Dios.

Su ilustrísima se detuvo mirando con paternal sonrisa a quella alegre turba de escolares, disfrutando de la recreación que en los días jueves daban los preceptores de aquellos tiempos á sus liscípulos. El dómine so hallaba sentado en un banco de césped, absorbido en la lectura de un li bro, hasta que un familiar del arzobispo vino á sacarlo de su ocupación llamándolo en nombre de su ilustrísima.

Era el dumine un viejo venerable, le facciones francas y nobles, y que á pesar de su pobreza, llevaba la raíla ropilla con cierto aire de distinción. Poco tiempo hacía que, establecido en Granada, dirigía una escuela, siendo conocido bajo el nombre del maestro Velazco y sin saberse nada de la historia de su vida.