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Tradiciones peruanas

Hacc quince años que vino de España, donde no dejo deudos, pues soy un pobre expósito. Mi existencia en Indias ha sido la del que honradamente busca el pan por medio del trabajo; pero con tan aviesa fortuna que todo mi caudal, fruto de mil privaciones y fatigas, apenas pasa de eiçn onzas de oro que encontrará vuesamerced en un cincho que llevo al cuerpo. Si como crcen los físicos, y yo con ellos, su Divina Majestad es servida llamarme a su presencia, lego á vuesamerced mi dinero para que lo goce, pidiéndole únicamente que vista mi cadáver con una buena mortaja del scrático padre San Francisco y pague algunas misas en sufragio de mi alma pecadora.

D. Gil juró por todos los santos del calendario cumplir religiosamente con los deseos del moribundo, y que no sólo tendría mortaja y misas, sino un decente funeral. Consolado así el enfermo, pensó que lo mejor que le quedaba por hacer era morirse cuanto antes; y aquella misma noche empezaron á enfriársele las extremidades, y á las cinco de la madrugada era alma de la otra vida.

Inmediatamente pasaron las peluconas al bolsillo del ecónomo, que era un avaro más ruin que la encarnación de la avaricia. Hasta su nombre revela lo menguado del sujeto: Gil Puz!!! No es posible ser más ta caño de letras ni gastar menos tinta para una firma.

Por entonces no existía aún en Lima el cementerio general que, como es sabitlo, so inauguró el martes 31 de mayo de 1808; y aquí es curioso consignar que el primer cadáver que se sepultó en nuestra necrópolis al día siguiente, fué el de un pobre de solemnidad llamado Matías Isurriaga, quien, cayéndose (lo un andamio sobre el cual trabajaba como albañil, se hizo tortilla en el atrio mismo del cementerio. Los difuntos se enterraban en un corralón ó campo santo que tenía cada hospital, ó en las bóvedas de las iglesias, con no poco peligro de la salubridad pública.

Nuestro D. Gil reflexionó que el finado le había pedido muchas gollerías; que podía entrar en la fosa común sin asperjes, responsos ni suiragios, y que, en cuanto á ropajo, bien aviado iba con el raído pantalón y la mugrienta camisa con que lo había sorprendido la flaca.

—En el hoyo no es como en el mundo—filosofaba Gil Paz,—donde nos pagamos de exterioridades y apariencias, y muchos hacen papel por la tela del vestido.; Vaya una pechuga la del difunto! No seré yo, en mis días, quien balaguo su vanidad, gastando los cuatro pesos que importa la jerga franciscana. ¿Querer lujo hasta para pudrir tierra? ¡Hase visto presunción de la laya! ¡Milagro no le vino en antojo que lo enterrasen con guantos de gamuza, botas de campana y gorguera de encaje! Vaya al agujero como está el muy bellaco, y agradézcame que no lo mande en el traje que usaba el padre Adán antes de la golosina.