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Tradiciones peruanas

uno; que en cuanto á la libertad, demos tiempo al tiempo y Dios proveerá. » Al cabo un alcalde del crimen, acompañado de escribanos y corchetes, llegó á la prisión é hizo la propuesta á cuatro de los condenados, que contestaron como aquel enemigo del matrimonio á quien junto al cadalso le prometieron perdón, con tal de que se casase con una muchacha, y dijo al verdugo: «Arre, hermano, que renguea!» El muy bellaco era de paladar delicado. Los sentenciados respondieron rotundamente: «La disyuntiva es tal, señor alcalde, que preferimos la ene de palo.» Desesperanzado el alcalde ante la negativa de los cuatro avezados criminales, más por llenar la fórmula que porque aguardase favorable acogida, dirigió la palabra al último de los reos, que era precisamente el iniciador de la idea de juramentarse en presencia de la Hostia consagrada. Pero hecha la pregunta, se le oyó con general sorpresa decir:

—Compañeros: cada uno de ustedes debe tres muertes por lo menos y debía estar ahorcado tres veces. Yo sólo una vez he tenido mala mano, y esa miseria es pecado venial que se perdona con agua bendita. Como ustedes ven, el partido no es igual, y por lo tanto, acepto la propuesta.

IV

Desde 1824 Pancho Sales quedó cesante; pues le fué retirada la pensión de diez pesos que recibía por el cajón de Ribera. Hasta su muerte, después de 1840, habitó una tienda con gran corral, inmediata á la conocida huerta de Presa en la parroquia de San Lázaro. Desde que los insurgentes, como llamó siempre á los patriotas, lo destituyeron de su elevado empleo, Pancho Sales ganaba la vida tejiendo cestos de caña y alquilando á las empresas de la plaza de Acho una jauría de perros bravos que hacían maravillas lidiando con los toros de Retes y Bujama. Todavía en la administración Salaverry, Pancho Sales, ya no como verdugo, sino por amor al arte, se prestaba á vendar los ojos á los que iban a ser fusilados.

Pancho Sales murió leal á la causa española, y asegurando que á la larga el rey nuestro amo había de reivindicar sus derechos y ponerles las peras á cuarto á los ingratos rebeldes. El pobre verdugo resollaba por la herida aun diz que anduvo tomando lenguas para ver si podía entablar ante los tribunales querella de despojo. En los últimos años de su vida se apoderó de él remordimiento por el perjurio que había cometido para entrar en carrera, tomó por confesor á un religioso descalzo, vistió de jerga, y espichó tan devotamente como cumple á un buen cristiano.