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Tradiciones peruanas

lieron vestidos con túnica nazarena y llevando al hombro una pesada cruz de madera. Parece que uno do los parodiadores de Cristo empujó maliciosamente á otro compañero, que no tenía aguachirle en las venas y que olvidando la mansedumbre á que lo comprometía su papel, sacó á relucir la navaja. Los demás penitentes tomaron cartas en el juego y anduvieron á mojicón corrado y puñalada limpia, hasta que apareciéndose el alcalde dijo: A la cárcel todo Cristo!» Probablemente D. Ambrosio O'Higgins se acordó del cuento cuando, al sermonear á los capitanes, terminó la reprimenda empleando las palabras del alcalde andaluz.

Aquella noche quiso su excelencia convencerse personalmente de la manera como se obedecían sus prescripciones. Después de las once y cuando estaba la ciudad en plena tiniebla, embozóse el virrey en su capa y salió de palacio.

A poco de andar tropezó con una ronda; mas reconociéndolo el capitán lo dejó seguir tranquilamente, murmurando:

—¡Vamos, ya pareció aquello! También su excelencia anda de galanteo y por eso no quiero que los demás tengan un arreglillo y se diviertan.

Está visto que el oficio de virrey tiene más gangas que el testamento del moqueguano.

Esta frase pide á gritos explicación. Hubo en Moquegua un ricacho nombrado D. Cristóbal Cugate, á quien su mujor, que era de la piel del diablo, hizo pasar la pona negra. Estando el infeliz en las postrimerías, pensó que era imposible comiese pan en el mundo hombre de gonio tan rnanso como el suyo, y que otro cualquiera, con la décima parte de lo que él había soportado, le habría aplicado diez palizas á su conjunta.

—Es preciso que haya quien me vengue—díjose el moribundo; y haciendo venir un escribano, dictó su testamento, dejando á aquella arpía por heredera de su fortuna, con la condición de que había de contraer segundas nupcias antes de cumplirse los seis meses de su muerte, y de no verificarlo así cra su voluntad que pasase la herencia a un hospital.

«Mujer joven, no mal laminada, rica y autorizada para dar pronto reemplazo al difunto—decían los moqueguanos, ¡qué gangas de testamento!» Y el dicho pasó á refrán.

Y el virrey encontró otras tres rondas, y los capitanes le dieron las buenas noches, y le preguntaron si quería ser acompañado, y se derritieron en cortesías, y le dejaron libre el paso.

Sonaron las dos, y el virrey, cansado del ejercicio, se retiraba ya á dormir, cuando le dió en la cara la luz del farolillo de la quinta ronda, cuyo capitán era D. Juan Pedro Lostaunau.

—Alto! ¿Quién vivo?