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Tradiciones peruanas

arrestos. La broma probablemente no le habia llegado á lo vivo hasta que se repitió á los quince días.

Entonces no alborotó el cotarro, sino que muy tranquilamente anunció á la Real Audiencia que no sentándole bien los aires de Lima y necesitando su salud de los cuidados de su hija única, la hermosa Ramona Abascal—que recientemente casada con el brigadier Pereira había partido para España, se dignase apoyar la renuncia que iba á dirigir á la corte.

En efecto, por el primer galeón que zarpó del Callao para Cádiz envió el consabido memorial, y el 7 de julio de 1816 entregó el mando á su favorito D. Joaquín de la Pezuela.

Claro, muy claro vió Abascal que la causa de la corona era perdida en el Perú, y como hombre cuerdo prefirió retirarse con todos sus laureles. El escribió á uno de sus amigos de España estas proféticas palabras: «Harto he hecho por atajar el torrente, y no quiero, ante la historia y ante mi rey, cargar con la responsabilidad de que el Perú se pierda para España entre mis manos. Tal vez otro logre lo que yo no me siento con fuerzas para alcanzar. » La honradez política de Abascal y su lealtad al monarca superan á todo elogio. Una espléndida prueba de esto son las siguientes líneas, que transcribimos de su biógrafo D. José Antonio de Lavalle.

«España, invadida por las huestes de Napoleón, vela atónita los suce sos del Escorial, el viaje á Bayona y la prisión de Valencey, é indignada de tanta audacia, levantábase contra el usurpador. Pero con la prisión del rey se había perdido el centro de gravedad en la vasta monarquía de Fernando VII; y las provincias americanas, aunque tímidamente aún, comenzaban á manifestar sus deseos de separarse de una corona que moralmente no existía ya. Dicen que en Lima se le instó á Abascal para que colocase sobre sus sienes la corona de los incas. Asegúrase que Carlos IV le ordenó que no obedeciese á su hijo; que José Bonaparte le brindó honorcs, y que Carlota, la princesa del Brasil, le dió sus plenos poderes. El noble anciano no se dejó deslumbrar por el brillo de una corona. Con las lágrimas en los ojos cerró los oídos á la voz del que ya no era su rey; despreció indignado los ofrecimientos del invasor de su patria, y llamó respetuosamente á su deber á la hermana de Fernando. La población de Lima esperaba con la mayor ansiedad el día destinado para jurar á Fernando VII; pues nadio ignoraba las encontradas intrigas que rodeaban á Abascal, la gratitud que éste tenía á Carlos IV y la amistad que lo unía á Godoy. El anhelo general en Lima era la independencia bajo el reinado de Abascal. Nobleza, clero, ejército y pueblo lo deseaban y lo esperaban.

Las tropas formadas en la plaza, el pueblo apiñado en las calles, las corporaciones reunidas en palacio aguardaban una palabra. Abascal, en su