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Tradiciones peruanas

Vuestra demanda es justa, señora, y os ofrezco que luego pasaré por vuestra casa.

Mediodía era por filo cuando I). Carlos abrazaba á sus dos hijos en el salón de Sebastiana Su corazón de padre rebosaba de amor por ellos, y sus caricias y consejos al niño próximo á partir para Europa no tenían limite. La hija, á una indicación de doña Sebastiana, ofreció á su enternecido padre unos bizcochos y una copa de vino de Alicante. D. Carlos comió y bebió con los niños, no sin que la madre les hiciese también la razón, y de pronto su cuerpo se desplomó sobre el canapé.

El infeliz había bebido un narcótico IV Dos horas más tarde una calesa se detenía en el patio de una hacienda próxima á la ciudad.

De ella salieron doña Sebastiana y sus dos niños. El ealesero, ayudado de otro esclavo, condujo á D. Carlos exánime al lecho que en una de las habitaciones le tenía preparado la vengativa dama.

Ésta, á solas con su víctima, le ató fuertemente los brazos y los pies, y esperó á que saliese de su fatal letargo.

La impresión de D. Carlos, al volver en sí, no alcanza á pintarla nuestra pluma. Cedemos aquí la palabra al cronista:

«Sebastiana, después de llenar á D. Carlos de improperios, le dijo se preparase para morir en satisfacción de sus perfidias. Llamó en seguida á su hijo, y colocándolo á la vista de su padre, le dijo: «Te quise cuando tu padre fué mi amante. El me abandonó, burlando mi inocencia, y es esposo de otra mujer, que por él no ha hecho como yo el sacrificio de su honra. Tan vil proceder es el origen del odio que ahora te tengo, en fuerza del que quiero que mueras á presencia de este infame, de quien rechazo conservar prendas que le pertenezcan.» Entonces hirió furiosamente al niño, le cortó la cabeza y la arrojó sobre D. Carlos. En seguida llamó á la hija, y con la misma relación y de igual manera la dió muerte. Luego, prodigándole las más atroces injurias principió á cortar miembro por miembro del cuerpo de D. Carlos, hasta que le vió expirar. Concluída tan horrible carnicería, enterró por la noche, en unión del calesero, los tres cadáveres, y regresó tranquilamente á Liwa.

»El alboroto que originó en la ciudad la desaparición de un sujeto tan enquisto como lo estaba D. Carlos y las diligencias de la familia de su esposa obligaron al virrey á ofrecer por bando dos mil pesos al que diese noticia de Medina, y este aliciente impelió al calesero á revelar el crimen. Crande fué la indignación pública. La delincuente confesó sus