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Tradiciones peruanas

III EPISODIO DE LA HISTORIA DE UN LIBERTINO Nunca, hasta aquella noche, habían mis ojos contemplado una mujer tan bella. En su frente juvenil llevaba un no sé qué de vaga y misteriosa melancolía, y al través de sus largas y negras pestañas se adivinaba una lágrima.

¿Cómo la conocí?

Mancebo emprendedor y calavera la había encontrado al cruzar una calle; y aunque el manto que la cubría no me permitió ver sus facciones, presentí que era joven y hermosa. La dirigí algunas triviales galanterias que, después de obstinado silencio, rechazó con dignidad. Me encapriché en acompañarla á su casa, sin que su resistencia fuera bastante á obligarme á desistir de mi propósito.

Al arrojar el manto que la ocultaba el rostro, quedé inmóvil y extasiado ante un tesoro tal de hermosura y perfecciones. Esa niña llevaba en su ser algo de sorático, porque su magnífica belleza no hablaba á los sentidos.

Cuando, pasada la primera impresión, examiné la habitación en que me hallaba, vi que era un pequeño cuarto con puerta á la calle de la Recoleta. La más espantosa miseria reinaba en torno suyo.

Mi fascinación se cambió entonces en respeto por esa criatura tan jo ven y tan sublimemente bella, que, en medio de la corrupción que domina á la humanidad, había podido resistir a la indigencia. Su pobreza me revelaba que era una flor que crecía al borde del abismo. Y sin embargo, si ella lo hubiera querido habría cambiado su situación por el lujo y la opulencia, poniendo como otras desventuradas en subasta sus encantos.

Sobre la tierra abundan viejos cínicos, que derrochan el oro para comprar las caricias de esos ángeles manchados con el lodo de la prostitución.

La joven abrió una segunda puerta y me hizo penetrar on otro cuarto escasamente alumbrado por una lamparilla colocada ante la imagen de María. En los extremos se descubrían dos camas de tabla. En una de ellas estaba acostada una mujer y en la otra un anciano, los que al vernos entrar gritaron con voz augustiosa:

Rosa..... tengo hambre!

La pobre niña los acarició y les repartió una escudilla de comida. Los ancianos devoraron el alimento, hasta que, saciados, volvieron á gemir exclamando:

—Rosa..... tengo sed!