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Ricardo Palma

plaza del mercado situada en San Francisco, fué el patio de la casa de Pilatos ocupado por los vendedores de fruta.

Ileredó la casa doña María de Esquivel y Járava, esposa de un general español; y muerta ella, la Inquisición, que por censos tenía un crédito de ochocientos pesos, y otros acreedores, formaron concurso. Duró tres años la tramitación del expediente, y en 1694 se decretó el remate de la finca para satisfacer acreencias que subían á doce mil pesos.

D. Diego de Esquivel y Járava, natural del Cuzco, caballero de Santiago y que en 1687 obtuvo título de marqués de San Lorenzo de Valleumbroso, no quiso consentir en que la casa de su tía abuela pasara á familia extraña; y después de pagar acreedoros, dió á los herederos veintiocho mil pesos.

Después de la Independencia cesó la casa de formar parte del mayorazgo de Valleumbroso y pasó á otros propietarios, circunstancia muy natural y sin importancia para nosotros.

Olvidaba apuntar que en tiempo del virrey Amat, á propósito de la expulsión de los jesuítas, se dijo que del sótano de la casa se había sacado un tesoro. No afirmo, consigno el rumor.

Pero á todo esto, ¿por qué se llama esa la casa de Pilatos? No digas, lector, que se me ha ido el santo al cielo. Ten paciencia, que allá vamos.

Cuenta el pueblo que por agosto de 1635 y cuando la casa estaba arrendada á mineros y comerciantes portuguesos, pasó por ella, un viernes á media noche, cierto mozo truhán que llevaba alcoliolizados los aposentos de la cabeza. El portero habría probablemente olvidado echar cerrojo, pues el postigo de la puerta estaba entornado. Vió el borrachín luces en los altos, sintió algún ruilo ó murmullo de gente, y confiando hallar allí jarana y moscorrojio, atreviúse á subir la escalera de piedra, que es, dicho sea de paso, otra de las curiosidades que el edificio ofrece.

El intruso adelantó por los corredores hasta llegar á una ventana, tras cuya celosía se colocó, y pudo á sus anchas examinar un espacioso salón profusamente iluminado y cuyas paredes estaban cubiertas por tapices de género negro.

Bajo un dosel vió sentado á uno de los hombres más acaudalados de la ciudad, el portugués D. Manuel Bautista Pérez, y hasta cien compatriotas de éste en escaños, escuchando con reverente silencio el discurso que les dirigía Pérez y cuyos conceptos no alcanzaba á percibir con claridad el espía.

Frente al dosel y entre blandones de cera había un hermoso crucifijo de tamaño natural.

Cuando terminó de hablar Pérez, todos los circunstantes menos éste fueron por riguroso turno levantándose del asiento, avanzaron hacia el Cristo y descargaron sobre él un fuerte ramualazo.