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Tradiciones peruanas

trar en relaciones con quien no se conoce ni nos ha sido presentado en debida forma, suele tener sus inconvenientes.

D. Martín raya en los treinta años, y es lo que se llama un gentil y guapo mozo. Viste el uniforme de capitán de jinetes, y en el desenfado de sus maneras hay cierta mezcla de noble y de tunante.

Al sentarse cogió entre las suyas una mano de Engracia, y empezó entre ambos esa plática de amantes, que, cuál más cuál menos, todos saben al pespunte. Si en vez de relatar una crónica escribiéramos un romance, aunque nunca nos ha dado el naipe por ese juego, enjaretaríamos aquí un diálogo de novela. Afortunadamente un narrador de crónicas puede desentenderse de las zalamerías de enamorados é irse derecho al fondo del asunto.

El reloj del salón dió nueve campanadas, y el capitán se levantó.

—Perdonad, señora, si las atenciones del servicio me obligan á separarme de vos más pronto de lo que el alma desearía.

—¿Y es vuestra última resolución, D. Martín, la que me habéis indicado?

—Sí, Engracia. Nuestra boda no se realizará mientras no vengan el consentimiento de mi familia y el real permiso que todo hidalgo bien nacido debe solicitar. Vuestra ejecutoria es sin mancha, en vuestros ascendientes no hay quien haya sido penitenciado con el sambenito de dos aspas, ni en vuestra sangre hay mezcla de morería; y así Dios me tenga en su santa guarda, si el monarca y mis parientes no acceden á mi demanda.

Ante la insultadora ironía de estas palabras que recordaban á la dama su origen, se estremeció ella de rabia y el color de la púrpura subió á su rostro; mas serenándose luego y fingiendo no hacer atención en el agravio, miró con fijeza á D. Martín, como si quisiera leer en sus ojos la respuesta á esta pregunta:

—Decidme con franqueza, capitán, ¿tendríais en más la voluntad de los vuestros que la honra que os he sacrificado y lo que os debéis á vos mismo?

—Estáis pesada en demasía, señora. Aguardad que llegue ese caso, y por mi fe que os responderé.

—Suponedlo llegado.

—Entonces, señora..... ¡Dios dirá!

—Id con él, D. Martín de Salazar..... Tenéis razón..... ¡Dios dirá!

Y D. Martín se inclinó ceremoniosamente, y salió.

Doña Engracia lo siguió con esa mirada de odio que revela en la mujer toda la indignación del orgullo ofendido, so llevó las manos al pecho como si intentara sofocar los latidos del corazón, y luego, con la faz descompuesta y los vestidos en desorden, se lanzó á la puerta de cristales, en cuyo dintel, lívido como un espectro, apareció el proveedor de la real armada.

—¿Lo has oído?

—¡Pluguiera á Dios que no! — dijo D. Juan con acento reconcentrado.