de don Rafael de Pombo leído por el académico señor don Lorenzo
Marroquín en la sesión solemne de la Academia Colombiana
el 6 de agosto de 1912.
Una apiñada muchedumbre, en que se confundían las clases sociales y se borraban los lindes políticos, acompañó a Rafael de Pombo a su última morada. La capital de la República quiso manifestar, con inusitada pompa fúnebre, que tributa un homenaje más unánime y espontáneo al arte y la poesía, a la sensibilidad y al pensamiento, que al brillo del oro, al centelleo de la espada, a la lumbrarada política. Y al honrar así de modo tan espléndido y fastuoso a su poeta, refrendó Bogotá en ese día su título de Atenas suramericana.
En el cementerio, ilustres literatos, oradores eminentes, alzaron a Pombo un túmulo de exquisita gallardía con macizos bloques de ideas, con las filigranas del estilo: Diego Uribe rompió el vaso de alabastro de su inspiración y ungió el cadáver para la sepultura; Gómez Restrepo, con el buril de Benvenuto y el audaz cincel de Miguel Ángel, talló en el mármol nuevo de la tumba, guardando el sueño del pontífice del arte, un león apocalíptico.
Las campanadas que anunciaron su muerte se fueron extendiendo, dilatándose en ondas de tristeza hasta los rincones más apartados, y desde ese momento, en un solo arranque, de las ciudades y de las aldeas se puso en marcha interminable peregrinación de suspiros y pesadumbres, invisible procesión de recuerdos y cariños, a visitarla tumba de Pombo, y llenarla de flores. Su ciudad natal confundió en una sola fiesta dos recuerdos, dos solemnidades, dos pompas: la una de gloria, la otra de luto: el nacimiento de Colombia y la muerte de su hijo predilecto.
Pombo legó a su patria la corona que la admiración popular puso sobre su frente; y en esa noche memorable, la oratoria, la poesía y la música, en trinidad simbólica, recogieron la herencia y llevaron en triunfóla corona, a la cuna de la República.