Cierto, yo he repetido lo que he oído; pero es diferente referir una opinión y afirmar que una cosa es cierta.
¿Qué me hablas de opinión? ¿No has afirmado con juramento que la que traías era esposa de Heracles?
¿Su esposa? ¿Yo? Te conjuro por los Dioses, querida dueña, dime quién es este extranjero.
Un hombre que, presente, te ha oído decir que, á causa de ese deseo de Heracles, había sido destruída toda una ciudad; que no era una lidia, sino únicamente el amor quien había acarreado esa ruina.
¡Que salga este hombre, oh señora, te lo suplico! No es propio de un hombre prudente cuestionar con un insensato.
Conjúrote por Zeus que lanza el rayo en la elevada selva del Eta, no me ocultes la verdad. Esto no tiene lugar entre ti y una mujer malvada que desconoce la naturaleza de los hombres, los cuales no se alegran siempre con las mismas cosas. Ciertamente, quien pretende luchar contra Eros, como un atleta, no obra con cordura. Eros, en efecto, manda á los Dioses, cuando le place; y, puesto que me ha domeñado á mí misma, ¿por qué no ha de domeñar á otra mujer semejante á mí? Sería yo insensata acusando á mi esposo, si le ha alcanzado ese mal, ó á esa mujer, que no me ha hecho nada vergonzoso ni malo. No es así; y si Heracles te ha enseñado á mentir, no has recibido una lección buena; si mientes por tu propio impulso, queriendo ser bueno, haces un mal. Sé, pues, verídico; es vergonzoso mentir para un hombre libre. No tienes razón alguna para ocultarme nada, porque son numerosos los que me repetirían lo que has dicho. Si temes, no es justo tu temor. Me aflige más no saber la verdad, que me sería cruel conocerla. ¿No es Heracles el