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Sófocles

rrería feliz. Guardemos una justa medida de temor, y pensemos que á cambio de las cosas que nos regocijan debemos sufrir las que nos afligen. Todas se suceden las unas á las otras. Este hombre era fogoso é injuriador; yo soy orgulloso á mi vez, y te mando no ponerle en la tumba, no sea que mueras tú mismo queriendo sepultarle.

Menelao, después de haber hablado con tanta prudencia, no llegues á ser injuriador para los muertos.

No me asombraré, ¡oh ciudadanos! de ver flaquear á un hombre de raza vil, cuando los que parecen haber salido de una raza ilustre pronuncian palabras tan insensatas. ¡Vamos! Vuelve á empezar todo eso. ¿No dices que trajiste Ayax á los aqueos y que no navegó de su propio impulso y voluntariamente? ¿En qué eres tú su jefe? ¿En qué te es lícito mandar á los que él trajo de la patria? Tú viniste, siendo rey de Esparta, y no teniendo sobre nosotros ningún poder, y no te pertenece darle órdenes más que él mismo tiene derecho para hacerte obedecer á las suyas. Tú viniste aquí sometido á otros; no eres el jefe de todos y no has sido jamás el de Ayax. ¡Manda á los que conduces y háblales arrogantemente! Pero, que lo prohibáis ó no, tú y el otro jefe, encerraré á Ayax en la tumba, como es justo, sin cuidado de tus amenazas. En efecto, jamás combatió por tu esposa, como los que sufren todos los peligros de la guerra.

Estaba ligado por su juramento, y no ha hecho nada por ti, porque no tenía en ninguna estima á los hombres de nada. Ven, pues, aquí, trayendo contigo al jefe mismo seguido de numerosos heraldos, porque no me cuido en modo alguno de tu palabrería, mientras seas lo que eres.

No apruebo, vuelvo á decirlo, que se digan tales palabras en la aflicción, porque son amargas, y ofenden, aunque justas.

No me parece muy humilde este arquero.