mi edad, ni á mí misma; pero tu odio y tus actos me obligan: el mal enseña el mal.
¡Oh insolente bestia! ¿soy yo, son mis palabras y mis actos los que te dan audacia para hablar tanto?
Eres tú misma la que hablas, no yo; porque realizas actos, y los actos hacen nacer las palabras.
Ciertamente, ¡por la dueña Artemis! juro que no escaparás al castigo de tu audacia, en cuanto Egisto haya vuelto á la morada.
¿Ves? Ahora estás inflamada de cólera, después de haberme permitido decir lo que quisiera, y no puedes oirme.
¿No puedes ahorrarme tus clamores y dejarme tranquilamente sacrificar á los Dioses, pues que te he permitido decirlo todo?
Lo permito, lo quiero así; sacrifica, y no acuses á mi boca, porque no diré nada más.
Tú, esclava, que estás aquí, trae esas ofrendas de frutos de toda especie, para que yo haga á este rey votos que disipen los terrores de que estoy turbada. Oye, Febo tutelar, mi plegaria oculta, porque no hablo entre amigos, y no conviene que lo diga todo delante de ésta, no sea que, im-