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Filoctetes

¡Oh misérrimo y odiado por los Dioses, puesto que el rumor de mi suerte no ha llegado á mi patria, ni á la Hélada, sino que los que me han rechazado impíamente se callan y se burlan de mí, mientras mi mal aumenta y cada día lo hace más amargo! ¡Oh hijo, oh vástago de Aquileo, yo soy aquel (tal vez lo habrás oído) que posee las flechas de Heracles, Filoctetes, hijo de Peano, á quien los dos jefes de guerra y el rey de los cefalenios arrojaron vergonzosamente, solo, á esta tierra desierta, atormentado por un mal cruel y herido por la mordedura terrible de una víbora homicida.

En tal estado, hijo, me abandonaron y se fueron, habiendo abordado aquí en las naves, de vuelta de Crisa, rodeada por las olas. Alegres, en cuanto me vieron, después de una violenta postración, durmiendo bajo una roca hueca de la costa, se marcharon, dejándome, como á un mendigo, unos harapos y algo de alimento. ¡Ojalá sufran ellos otro tanto! Figúrate, ¡oh hijo! lo que yo experimenté al despertarme, después que hubieron partido, cuántas lágrimas derramé, con qué lamentos sobre mis males, cuando vi que habían desaparecido todas las naves con las que yo navegaba, y que no había aquí ningún hombre que me socorriese y pudiera aliviar mi mal. Y mirando por todo mi alrededor, no vi nada sino mis miserias; y de éstas, ¡oh hijo! tenía gran abundancia. Y el tiempo hacía suceder á un día otro día, y me era preciso, solo, bajo este miserable abrigo, pensar en algún alimento. Este arco me procuraba las cosas necesarias, atravesando las aladas palomas; y entonces, en busca de la que la flecha partida de la cuerda había alcanzado, me deslizaba, arrastrando mi pie miserable. Y cuando era precişo beber ó cortar algunas ramas, si la escarcha se había extendido sobre la tierra, como suele suceder en invierno, caminaba, arrastrándome angustiosamente. Y no tenía fuego; pero, golpeando una piedra con otra piedra, hice brotar con gran trabajo un poco de la escondida llama, y esa llama me ha salvado siempre; porque, con el fuego, tengo todo lo que es preciso en esta morada, menos el fin de mi mal. Ahora, ¡oh hijo! sabe qué isla es ésta. Ningún marino aborda por su gusto. No se halla, en efecto, puerto alguno, ni ningún lugar donde el que navega obtenga ganancia ó sea recibido por un huésped. No se dirige aquí ninguna navegación de hombres prudentes. Alguna vez llegan contra su voluntad, porque esas cosas suceden con frecuencia en una larga vida humana. Los que vienen aquí, ¡oh hijo! me hablan con