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Sin abordar la cuestión de la sacrificatura, cada cual formuló sus agravios.

Todos le abrumaban, y al fin les despidió.

Jonathas acababa de salir, cuando pudo observar que en lo alto de una almena hablaba Antipas con un hombre de larga cabellera, vestido de blanco, un esenio, y entonces sintió haberle defendido.

Una reflexión había consolado al Tetrarca, Iaokanann no dependía ya de su autoridad, puesto que los romanos se habían hecho cargo de él.

Phanuel paseaba en aquel momento por el camino de ronda.

Le llamó, y, señalando a los soldados, dijo:

—Son los más fuertes. Yo no puedo librarle.

¡No es culpa mía!

El patio estaba desierto. Los esclavos descansaban. Sobre la púrpura del cielo, que inflamaba el horizonte, los menores objetos perpendiculares destacábanse en negro. Antipas distinguía las salinas al otro lado del mar Muerto, y no veía las tiendas de los árabes. ¿Se habrían marchado ya?

Alzábase la luna. Dulcemente, iba sosegándose su corazón.

Phanuel, abrumado, permanecía con el mentón sobre el pecho. Por último, reveló cuanto tenía que decir.

Desde principios de mes estudiaba en el cielo, antes del alba, la constelación de Perseo, que se hallaba en el zénit. Agalah apenas se mostraba; Algol, brillaba menos. Mira—Coeti había desapaDe drew o