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vesado otra pradera, oyeron un mugido formidable. Era un toro que estaba oculto por la niebla, y que avanzaba hacia las dos mujeres. La señora Aubain iba a correr. "No, no! ¡Más despacio!" Sin embargo apretaron el paso, oyendo detrás de ellas un resoplido sonoro que se acercaba. Las pesuñas golpeaban como martillos la hierba de la pradera; ¡ahora venía ya galopando! Felicidad se volvió, y con las dos manos arrancó terrones, que le tiró a los ojos. Bajaba la cerviz, sacudía los cuernos y temblaba de furor, mugiendo horriblemente. La señora Aubain, con los dos niños, había llegado a la linde de la pradera, y buscaba, aturdida, el modo de saltar al otro lado. Felicidad reculaba, siempre delante del toro, sin dejar de tirarle puñados de tierra, que le cegaban, y gritando al mismo tiempo: "¡ A prisa, a prisa!" La señora Aubain bajó la zanja, aupó a Virginia, luego a Pablo; cayó muchas veces antes de trepar a lo alto del talud, y, a fuerza de valor, lo consiguió.

El toro había acosado a Felicidad contra una cancela; le lanzaba la espuma hasta la cara; un segundo más, y la destrozaba. Tuvo tiempo ella de colarse entre dos barrotes, y el furioso animal, burlado, se detuvo.

De este acontecimiento se habló durante muchos años en Pont—l'Evêque. Felicidad no se envaneció por ello, ni sospechó siquiera que hubiese hecho nada heroico.

Tenía que pensar solamente en Virginia, que, a