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a Trouville. La pequeña caravana echó pie a tierra para pasar los écores, que era un acantilado estrelladero de barcos, y tres minutos más tarde, al final del muelle, entró en el patio de El Carnero de Oro, en casa de la tía David.

Con el cambio de aires y la acción de los baños, Virginia se sintió más fuerte desde los primeros días. Se bañaba en camisa, a falta de traje, y su niñera la vestía en un barracón de los aduaneros que servía para los bañistas.

Por las tardes iban con el burro más allá de las Rocas Negras, por la parte de Hennequeville.

El camino subía, al principio, por terrenos en suave pendiente, alfombrados de césped como un parque; luego llegaba a una meseta en que con los prados alternaban las tierras de labor. A orilla del sendero, entre la maleza de espinos, se asomaban los acebos, de hoja puntiaguda, y aquí y allá un gran árbol muerto trazaba con sus ramas un ziszás en el aire azul.

Casi siempre descansaban en un prado, viendo a la izquierda Deauville, a la derecha el Havre, y el mar abierto enfrente. Brillaba al sol liso como un espejo, y tan manso que apenas se oía su murmullo; piaban gorriones invisibles, y la cúpula inmensa del cielo lo cubría todo. La señora Aubain, sentada, trabajaba en su labor de cultura. Virginia, a su lado, trenzaba juncos. Felicidad arrancaba flores de espliego. Pablo, que se aburría, quería marcharse.

Otras veces, después de pasar el Toucques en Dipilizo by