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barca, buscaban conchas. La marea baja dejaba al descubierto erizos, caracolas, medusas; y los niños corrían para coger los copos de espuma que el viento se llevaba. Las olas, soñolientas, caían sobre la arena, desplegándose por toda la playa, que se extendía hasta perderse de vista, y sólo del lado de tierra tenía por límite las dunas que la separaban del Matais, ancha pradera en forma de hipódromo. Cuando volvían por allí, Trouville, al fondo, iba agrandándose a cada paso, y visto desde lejos sobre la pendiente del ribazo, con sus casitas desiguales, parecía desvanecerse en alegre desorden.

Cuando hacía demasiado calor no salían de su cuarto. La deslumbradora claridad de fuera proyectaba unas barras de luz entre las hojas de las persianas. Ningún ruido en el pueblo. Abajo, por las aceras, nadie. Aquel silencio dilatado aumentaba la calma de las cosas. A lo lejos golpeaba el martillo de los calafates sobre las carenas, y una brisa pesada traía olor de alquitrán, La principal diversión era el regreso de las barcas. En cuanto habían pasado las balizas comenzaban a bordear. Sus velas descendían a unos dos tercios de los palos, y con la mesana inflada como un globo avanzaban, resbalando entre el cabrilleo de las olas hasta en medio del puerto, donde caía el ancla de golpe. Luego se colocaba el barco junto al muelle. Los marineros echaban por encima de la borda los peces, palpitantes; una fila de carros los esperaba, y las mujeres, con su goDighiza by