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rro de algodón, se abalanzaban a coger las cestas y abrazar a sus hombres.

Un día, una de ellas se acercó a Felicidad, la cual poco después entró en el cuarto radiante de alegría. Había encontrado a una hermana suya, y traía la pobre Anastasia Barette, mujer de Leroux, con un mamón al pecho, otro niño de la mano y agarrado a las faldas un grumetillo con el puño en la cadera y la boina sobre la oreja. Al cabo de un cuarto de hora, la señora Aubin la despidió.

Se les encontraba siempre alrededor de la cocina o en los paseos que daban. El marido no aparecía nunca.

Felicidad les tomó cariño. Les compró una manta, camisas, un fogón; evidentemente, la explotaban. Esta debilidad molestaba a la señora Aubain, que, además, no veía con gusto las confianzas del sobrino porque tuteaba a su hijo, y como Virginia tosía y la temporada no era buena, regresó a Pont—l'Evêque.

Para la elección de colegio, dió su opinión al señor Bourais. El de Caen pasaba por ser el mejor.

Allí enviaron a Pablo, que se despidió con muchos ánimos, contento de ir a vivir en una casa donde tendría otros compañeros.

La señora Aubain se resignó, puesto que era indispensable, a separarse de su hijo. Virginia fué poco a poco acostumbrándose, y Felicidad, que echaba de menos su algazara, tuvo una tarea más que vino a distraerla: desde Año Nuevo llevó todos los días la niña al Catecismo.

De ler o