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Es una desgracia... que la anuncian a usted.

Su sobrino...

Había muerto. No decían más.

Felicidad cayó sobre una silla, apoyó la cabeza en la pared y cerró los párpados, que, de pronto, se le pusieron rojos. Luego, con la frente baja, caídas las manos y los ojos fijos, repetía a intervalos:

—Pobre hijo mío! ¡Pobre hijo mío!

Liebard la miraba, exhalando suspiros. La señora Aubain temblaba un poco.

La propuso ir a Trouville para ver a su hermana.

Felicidad respondió con un gesto que no hacía falta.

Hubo un silencio. Liebard, un buen hombre, juzgó conveniente retirarse.

Entonces dijo ella:

—¡Esto a ellos no les importa nada!

Volvió a inclinar la cabeza y a levantar maquinalmente, de vez en cuando, las agujas largas de la mesita de costura.

Pasaron entonces por el patio unas mujeres con angarillas, donde llevaban la ropa goteando.

Al verlas, por entre los cristales, se acordó de que el día antes había echado la ropa blanca en lejía, y hoy era preciso aclararla, y salió de la habitación.

Su tabla y su tonel estaban a orillas del Toueques. Tiró sobre el ribazo un montón de camisas, se remangó los brazos, cogió su pala y desde los De new