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sobre los pámpanos cafdos. Veía a lo lejos pasar las velas y todo el horizonte, desde el castillo de Taucarville hasta los faros del Havre, y alguna vez el sol, a través de las nubes, la obligaba a guiñar los párpados. Luego descansaban a la som—' bra del emparrado. Su madre había traído un frasquito de excelente vino de Málaga, y riendo ante la idea de achisparse, la niña bebía dos deditos tan solo.

Volvió a sentirse con fuerzas. Pasó el otoño dulcemente, y fué tranquilizándose la señora Aubain. Pero una tarde en que Felicidad había salido a hacer un encargo por las cercanías, al volver encontró delante de la puerta el cochecito del señor Poupart, y a éste en el vestíbulo. La señora Aubain salía, prendiéndose el sombrero.

—¡Venga mi calientapiés, mi bolsa, mis guantes!... ¡De prisa, más de prisa!

Virginia tenía una fluxión de pecho; quizá ya no hubiera remedio, —¡Todavía, no!—dijo el médico.

Y ambos subieron al carruaje, entre los copos de nieve que revoloteaban. Se acercaba la noche, y hacía mucho frío.

Felicidad se precipitó en la iglesia para encender un cirio. Luego corrió detrás del cabriolet, que alcanzó una hora más tarde; saltó ágilmente a la trasera, donde aguantaba los traqueteos, hasta que se le ocurrió una reflexión: "El patio no lo he cerrado. Y si entraran ladrones?" Y se volvió a apear.

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