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Cuando oía redoblar en la calle los tambores de un regimiento, salía a la puerta con un jarro de sidra y daba de beber a los soldados. Cuidó a los coléricos. Protegió a los polacos, y hasta hubo uno que quiso casarse con ella, pero riferon, porque una mañana, al volver del Angelus, le encontró en la cocina, donde se había metido para aderezarse una vinagreta que se estaba comiendo tranquilamente.

Después de los polacos, fué el tío Colmiche, un viejo que pasaba por haber hecho horrores el 93.

Vivía a orillas del río, en los escombros de una pocilga. Los chiquillos le miraban por las rendijas de la pared y le tiraban piedras que caían en su camastro, donde yacía, sacudido continuamente por una tos crónica; los cabellos muy largos, ias pupilas inflamadas y en el brazo un tumor más gordo que su cabeza. Ella le procuró ropa, trató de limpiar su cuchitril, trató de instalarle en el horno, sin molestar a la señora. Cuando reventó el cáncer le colocaba al sol en un montón de paja, y el pobre viejo, babeando y temblando, le daba las gracias con su voz cascada, y temiendo perderla alargaba las manos en cuanto la veía alejarse. Murió, y ella mandó decir una misa por el reposo de su alma.

Ese día le ocurrió una gran ventura, y fué que a la hora de comer se presentó el negro de la señora de Larsonniére, llevando al papagayo en su jaula, con el palo, la cadena y el candado. Una carta de la baronesa anunciaba a la señora AuDe juce by