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tenía al mismo tiempo aspecto de capilla y de bazar, tan lleno estaba de objetos religiosos y de cosas heteróclitas.

Un armario grande estorbaba al abrir la puerta. Frente a la ventana que daba al jardín miraba al patio un tragaluz; su mesa, cerca del catre de tijera, sostenía una jarra de agua, dos peines y un pedazo de jabón azul en un plato desportillado.

En las paredes había puesto rosarios, medallas, varias virgenes milagrosas, una pililla de agua bendita hecha de corteza de coco; encima de la cómoda, tapada con paños, como un altar, la caja de conchas que la había regalado Víctor; luego una regadera y un balón, cuadernos de escritura, la geografía de estampas, un par de botinas y en el clavo del espejo, colgado de sus cintas, el sombrerito de felpa, Tan lejos llevaba Felicidad esa especie de veneración, que conservaba hasta una de las levitas del señor. Todas las antiguallas que no quería ya la señora Aubain, iba ella guardándolas en su cuarto. Por eso había allí flores artificiales al lado de la cómoda, y el retrato del conde de Artois en el fondo del tragaluz.

Lulú quedó bien colocado por medio de una tabla en el saliente de una chimenea que pasaba por el cuarto. Al despertarse, todas las mafianas, le veía al resplandor del alba, y se acordaba entonces de los días que no volverían ya, reproducía hasta en sus menores detalles acciones insignificantes, todo ello sin dolor, llena de tranquilidad.

Como no hablaba con nadie, vivía igual que una Dita