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de, paseándose sosegadamente, estudiaban las flores.

A veces, caminando por lo más hondo del valle, veían una hilera de bestias de carga, conducidas por un peatón ataviado a lo oriental. El castellano conocia que era un mercader, y le mandaba a su encuentro algún criado. Tomando confianza, el extranjero se desviaba de su ruta, e introducido en el locutorio sacaba de sus cofres piezas de terciopelo y seda, orfebrerías, aromas, cosas extrañas de uso desconocido; luego, el hombre se iba con su buena ganancia, sin haber sufrido ninguna violencia.

Otras veces llamaba a la puerta tropel de peregrinos. Sus vestidos mojados humeaban delante del hogar, y cuando ya estaban confortados relataban sus viajes; las naves perdidas sobre el mar espumeante, las caminatas a pie por las arenas abrasadas, la ferocidad de los paganos, las cavernas de Siria, el pesebre de Belén y el Santo Sepulcro. Luego daban al joven señor conchas de sus hábitos..

Con frecuencia festejaba el castellano a sus viejos compañeros de armas. Bebían, y mientras recordaban sus guerras, los asaltos de fortalezas con las máquinas de batir, las prodigiosas heridas. Al oírlas, Julián lanzaba grandes gritos, y su padre no tenía duda de que más tarde llegaría a ser un conquistador. Pero por la noche, como salía del Angelus, al pasar entre los humildes mendicantes, acudía a su escarcela con aire tan noble De dere o